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Destellos del colegio de la Inmaculada en el Vaticano

Por Germán De Carolis

Destellos del colegio de la Inmaculada en el VaticanoDestellos del colegio de la Inmaculada en el Vaticano

Jueves 25.4.2013
 0:12
Lía Masjoan
Lía Masjoan

Con Francisco. Momento del encuentro entre el Papa y el autor de esta nota en la plaza de San Pedro. En la mano de De Carolis, el libro “Bajo el cielo de Italia”, entregado al Pontífice en nombre de dos ex alumnos santafesinos. Foto: Gentileza de la Radio y Televisión Vaticana.

Germán De Carolis El miércoles 17 de abril de 2013 despertó con un cielo tan azul que emocionaba. El cielo azul es en todos lados maravilloso, pero sobre Roma es indescriptible. Mientras caminaba a las ocho y media de la mañana hacia la residencia del embajador Juan Pablo Cafiero en la Ciudad del Vaticano, mi mente giraba vertiginosamente tratando de adaptarse a los acontecimientos que estaba viviendo. Me encontraba en Roma por un viaje que había programado bastante tiempo antes de que la noticia de la elección del arzobispo de Buenos Aires -Jorge Mario Bergoglio- como el nuevo Pontífice de la Iglesia Católica se esparciera como una brisa de esperanza por todos los confines del mundo. Y que mil doscientos millones de católicos celebraran con renovadas ilusiones el advenimiento al trono de San Pedro de un hombre humilde y excepcional nacido en América del Sur, en la República Argentina. Visitar Roma es en sí mismo un acontecimiento maravilloso para aquellos que aman su gloriosa historia y disfrutan del silencio de los siglos, acariciando su presente. En esta extraordinaria ciudad, el pasado envuelve al visitante en una atmósfera mágica e irreal, en tanto la mente es atrapada en una vorágine de contrastes maravillosos entre lo que fue y lo que sigue siendo. Pero estar en Roma sabiendo que el nuevo Papa de la religión de Cristo nació y vivió en el país que amamos, es una vivencia difícil de transmitir. Una mezcla de asombro, incredulidad, emoción y alegría invade el alma a medida que se toma conciencia del extraordinario acontecimiento. Saber, además, que ese ser humano ejemplar, elegido Sumo Pontífice, ha sido tu profesor en los años de la adolescencia, es casi imposible de describir. Apenas un puñado de compañeros de colegio que fuimos sus alumnos podría entender la alegría inmensa que me acompañaba. ¿Qué emociones te invadirían si supieras que esa espléndida mañana de sol del 17 de abril de 2013 estarías a pocos metros de él, en el corazón de San Pedro, escuchando sus palabras que instan al amor y a la comprensión entre los hombres? Seguramente sentirías que tu propio corazón late aceleradamente. Pues bien, eso fue lo que me ocurrió mientras caminaba para encontrar a Juan Pablo Cafiero, embajador argentino ante el Vaticano y quien le hizo llegar al Papa una carta que le escribí de puño y letra en nuestra legación diplomática. La consecuencia fue una invitación de la Prefectura de la Casa Pontificia para asistir a la Audiencia Pública de los miércoles, a la que concurren miles de fieles provenientes de todas partes del planeta, y donde un pequeño grupo de afortunados, previamente invitados, son ubicados en una hilera de sillas dispuestas detrás de los cardenales y obispos sentados a pocos metros, alrededor del Pontífice. En plaza San Pedro Acomodado en una de esas sillas especiales, miré el reloj que marcaba las diez y supe que aún tendría media hora para procesar el momento excepcional que estaba viviendo: a las 10.30, Jorge Mario Bergoglio, mi profesor de literatura en el querido colegio de la Inmaculada Concepción de Santa Fe, ingresaría a la plaza de San Pedro como el Papa Francisco. Avanzaría lentamente entre la multitud y se dirigiría hacia el sillón situado sobre la explanada que da a la puerta de la basílica, bajo el balcón desde el cual el 13 de abril se había anunciado el inolvidable Habemus papam. Sentado en ese lugar privilegiado, sabiendo que en pocos minutos tendría muy cerca al nuevo Pontífice, me preguntaba mil cosas, mirando asombrado a la compacta multitud que poblaba la plaza y las calles adyacentes portando carteles con frases cariñosas mientras aclamaba el nombre de Francisco. Muchos de ellos estaban allí desde la madrugada aguardando estoicamente el momento de al menos verlo pasar a lo lejos, rumbo a su sitial. ¿Qué sentiría yo al ver acercarse lentamente entre miles de seres humanos apretujados y cansados, necesitados de paz y amor, a quien fuera el maestro que en aquellas frías mañanas de colegio ingresaba al aula para enseñarnos literatura, cuando teníamos apenas 15 ó 16 años?, ¿vería a ese jesuita delgado y joven enseñándonos que “las vidas son los ríos, que van a dar a la mar, que es el morir, que allí van los señoríos, dispuestos a se acabar e consumir”? ¿Vería al humilde arzobispo lavando y besando pies de presos y consolando la inmensa tristeza de los doloridos? ¿Vería al Papa, al representante de Dios en la Tierra, como lo sienten millones de católicos? Todas esas hipótesis pasaban por mi mente, y empezaron a hacerse realidad cuando llegada la hora prevista. Comenzaron a escucharse los gritos de la multitud vivando al Papa y pude divisar al fin su blanca figura ingresando a la plaza San Pedro. Me emocioné muchísimo y sentí que en ese instante era aquel adolescente de 16 años que estudiaba en el inolvidable colegio de Santa Fe. Recuerdos y vivencias Aquellas viejas imágenes se agolparon en mi mente, la Virgen Milagrosa de su iglesia sobrevolaba el Vaticano, los rostros de mis compañeros reemplazaban a los de las estatuas de las terrazas. Ya no era la plaza San Pedro sino el Patio de los Naranjos, adonde veía entrar lentamente al Papa Francisco. Sentí que el antiguo colegio se proyectaba como un destello sobre Su Santidad. Recordé su iglesia centenaria, su muda soledad, su sereno silencio, su historia, sus sacerdotes, y especialmente el milagroso cuadro de la Virgen, que acompañó los primeros años de nuestra juventud y también la del entonces joven maestrillo de literatura, hoy Papa. De pronto, los gritos de la multitud parecieron transformarse en un sereno canto que descendía del espacio y un “dulcísimo recuerdo de mi vida, bendice a los que vamos a partir” impregnó de lágrimas mis ojos. Entre tanto, Jorge Bergoglio se seguía acercando. Por momentos creía verlo con su sotana oscura de jesuita; y en otros, con su blanca vestimenta papal, acariciando niños, besando enfermos y bendiciendo almas necesitadas de esperanza. En ese instante recordé su mirada humedecida de emoción cuando le di una réplica del cuadro milagroso del colegio que le hice pintar años atrás. Esa vez comprendí que el Colegio de la Inmaculada Concepción de Santa Fe había germinado en su corazón. Al fin, volví a la realidad de San Pedro. Francisco llegó a su sitial, a unos pasos de donde yo estaba mirándolo fascinado. Y desde allí habló a los católicos presentes agolpados en la plaza, y al mundo, con su particular serenidad y humildad. Y como siempre ocurre, fue aclamado. De sus palabras brotaban amor y sencillez, dos virtudes con las que Jorge Mario Bergoglio supo embellecer su alma. Finalizado su mensaje, luego de atender el llamado “besamanos”, momento en que todos los obispos y cardenales presentes se acercaron a saludarlo, bajó unos escalones, se dirigió hacia donde estábamos sentados y comenzó a saludar uno a uno. Antes de llegar hasta mí, me preguntó en voz alta sonriendo ¿qué hacés vos aquí?, tendrías que estar en Santa Fe. Le di un beso emocionado, y una vez más la fragancia del Patio de los Naranjos impregnó mis sentidos. Era el Papa Francisco, pero era también mi antiguo maestrillo de literatura. En ese momento, llevaba conmigo un libro escrito por Gustavo Vittori, mi fraternal amigo. Lo había traído conmigo a Europa para leerlo y aprender cosas que muchos desconocen sobre Italia y Roma. He visitado muchas veces Italia, pero el libro de Gustavo es una pequeña enciclopedia. Muy temprano, el día 17, antes de ir a la ceremonia lo vi sobre mi escritorio, y su título -“Bajo el cielo de Italia”- me hizo mirar el cielo azul y darme cuenta de que estaba en Roma, que tenía su libro y que Gustavo se lo hubiera regalado al Papa. Inmediatamente lo tomé en mis manos y luego de la dedicatoria que él me hiciera el día de la presentación, escribí otra para Jorge Bergoglio, vislumbrando la posibilidad de poder entregárselo. Y pude hacerlo. Y el Papa lo apreció con un gracias, un “los bendigo” y una sonrisa, antes de despedirme con otro afectuoso beso. Suelo conversar con Gustavo sobre Roma, y sus conocimientos sobre esta ciudad son muy amplios. Él también fue alumno del Papa, y fue éste quien estimuló sus primeros pasos en la literatura. Sé que, ya adulto, Gustavo pudo decírselo y agradecérselo personalmente. Rumbo a Venecia Estoy yendo ahora hacia Venecia, en un tren que viaja a casi 300 km por hora. Allá me esperan amistades sembradas en mis primeros viajes a Italia, cuando era muy joven. Mi abuela materna, Maria Eugenia Dal Lago, era veneciana, y siento que sus serenos ojos azules me miran desde el cielo veneciano. Mientras viajo, recuerdo mis días en Roma, imaginando el modo de hacerle saber a mi viejo maestro que estaba allá deseando poder darle un abrazo. Mi querida amiga Elisabetta Piqué (corresponsal del diario La Nación) fue una preciosa presencia que estimuló mis esperanzas de poder verlo. Varias noches romanas estuvieron matizadas con su afecto y el de su esposo, Jerry, con el que tiene dos pequeños hijos hermosos que han sido bautizados por Jorge Bergoglio. Pero a quien le debo un particular agradecimiento es a Juan Pablo Cafiero, embajador argentino ante la Santa Sede y excelente ser humano. Cafiero tiene una sincera y enorme estima y admiración por el Papa Francisco, y fue quien le hizo llegar la carta que hizo posible el encuentro. Gustavo Vittori me dijo conversando un día, hace ya mucho tiempo, una frase que se enquistó en mi mente: “La vida es un entramado misterioso”. Y es así. Aquellos años de nuestra adolescencia y juventud cuando nos encontrábamos todas las mañanas en el querido colegio para recibir una educación jesuítica que marcaría nuestras vidas, de repente vuelven como una realidad presente y vigente. Jorge Mario Bergoglio resucitó nuestra juventud y nuestros recuerdos, y hoy la evocación del colegio estalla en nuestra memoria y volvemos a sentirnos sus alumnos. Un libro, una dedicatoria y un registro periodístico En su edición del 18/04/2013, L’Osservatore romano, el diario del Vaticano, refleja otro destello del colegio. Es que luego de presenciar el encuentro afectuoso del Papa con quien estas líneas escribe, un periodista se acercó a hablar conmigo y me pidió una apreciación sobre Francisco. Del registro de ese rápido intercambio, una parte dice: “En la Audiencia estaba presente también Germán De Carolis, que en 1965 fue alumno del profesor Bergoglio en el colegio jesuita de la Inmaculada Concepción de Santa Fe. Esta mañana, De Carolis le ha llevado de regalo el libro ‘Bajo el cielo de Italia’, escrito por Gustavo Vittori, también ex alumno de Bergoglio en Santa Fe”. “La vida es un entramado misterioso”, quizá fue esa respuesta la que inspiró mi dedicatoria del libro al querido Jorge Mario Bergoglio; dedicatoria que dice así: “A Su Santidad Francisco/Querido Jorge/Gustavo José Vittori, Germán De Carolis, dos alumnos tuyos hermanados en la amistad y educados en el glorioso Colegio de la Inmaculada Concepción de Santa Fe, perfumados por la fragancia emanada del milagroso cuadro de la Virgen, y por cuyos claustros transitabas noble y santo enseñando con tu cristiana humildad y tu convicción religiosa indestructible./Uno, Gustavo, escribió el libro sobre la Roma que hoy te cobija como al Santo Padre; el otro, Germán, te lo entrega en su nombre con el inmenso cariño y admiración que sentimos por nuestro querido profesor, hoy el Papa Francisco”.

Estar en Roma sabiendo que el nuevo Papa de la religión de Cristo nació y vivió en el país que amamos, es una vivencia difícil de transmitir.

Jorge Mario Bergoglio resucitó nuestra juventud y nuestros recuerdos, y hoy la evocación del colegio estalla en nuestra memoria y volvemos a sentirnos sus alumnos.

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