La actriz santafesina Graciela Martínez cumple hoy 90 años. Su nombre está unido al teatro santafesino desde fines de los 50. Su quehacer está ligado a la ética del trabajo y a la fe en que el escenario, aún en penumbras, puede alumbrar.
Su biografía aparece como un espejo de la ciudad en la cual trabajó siempre. Pasó inundaciones, censuras, crisis y mantuvo una disciplina férrea que la convirtió en referente.

La actriz santafesina Graciela Martínez cumple hoy 90 años. Su nombre está unido al teatro santafesino desde fines de los 50. Su quehacer está ligado a la ética del trabajo y a la fe en que el escenario, aún en penumbras, puede alumbrar.
El autor de estas líneas la conoció en entrevistas y charlas que siempre dejaron en claro lo mismo: su enorme carisma, una sonrisa cómplice capaz de suavizar derrotas y una obstinación vital sostenida en el amor por el teatro.
"Elegí seguir haciendo teatro porque lo tomo como una profesión. Siempre lo tomé con disciplina, como cualquier actor de Buenos Aires, aunque aquí no vivimos de esto", decía en 2014. Ahí están los ejes de su recorrido: compromiso y permanencia.
La dictadura militar, en los años 70 afectó al teatro como al resto de las expresiones artísticas. Las salas quedaron limitadas, los textos censurados y las reuniones vigiladas. Aún así, Martínez no se bajó del escenario.
Desde el teatro independiente, esa usina que en los 60 soñó con obras de contenido, con espectáculos que hicieran pensar al espectador, resistió como pudo. "Hubo una resistencia, una gran resistencia que fue un ejemplo maravilloso", recordaba en 2020.
Ese recuerdo es parte de una identidad generacional que aprendió a actuar entre líneas, a insinuar lo que no se podía decir en voz alta, y a confiar en que la comunidad del teatro era capaz de sostener un hilo de libertad.
Las crisis económicas de los 80, los 90 y el 2001 golpearon fuerte a la cultura. En Santa Fe, una ciudad donde a los actores siempre les costó más vivir de su trabajo, la tentación de abandonar estaba a mano. Pero Graciela persistió.
"Nunca quise hacer un teatro pasatista. Yo provengo del teatro independiente de los 60. Siempre busqué obras con contenido, que dejaran pensando. Me gusta que la gente se conmueva, se emocione y reflexione sobre lo que vio", decía.
Esa convicción, repetida como un mantra, fue el sostén que la mantuvo activa incluso en los momentos donde todo parecía derrumbarse.
El capítulo más duro de esta historia se escribió entre abril y mayo de 2003, cuando el río Salado se ensañó con la ciudad. Graciela estaba en su casa, a cinco cuadras del Hospital de Niños, cuando su sobrino Federico advirtió lo inevitable y le ordenó evacuar.
"Alcanzamos a sacar algunas cosas: electrodomésticos, documentos, el boleto de compra de la casa, frazadas. Salí sin agua, por precaución, porque no sabía que iba a ser tan grave la cuestión", relató entonces a El Litoral.
Cuando quiso volver, ya no pudo. "El agua había pasado mi casa y había avanzado dos cuadras más". El regreso fue brutal. "Sabía que no me iba a encontrar nada agradable, me había mentalizado. Lo que deprime es todo ese lodo y el hedor insoportable".
La pérdida más dolorosa fue la de su biblioteca de 45 años: textos de teatro, libros didácticos, papeles, carpetas con antecedentes artísticos que el agua arrasó en horas.
Aun así, su conclusión fue otra: "Hay que volver a empezar, tranquila". Una frase que, en su voz, no parece resignación, sino método: enfrentar la devastación con calma, reorganizar lo que queda, confiar en la solidaridad.
El Covid-19 volvió a interrumpir sus proyectos. La cuarentena la obligó a suspender ensayos, pero no su manera de mirar. "Más que asustarme la pandemia, me preocupaba el virus de la desesperanza. No tenemos que bajar los brazos. La desesperanza, el miedo y el temor paralizan", afirmaba.
Desde su casa, aislada pero lúcida, proponía pensar la pandemia como un "paréntesis obligado, pero que vamos a superar". Su esperanza estaba puesta en el reencuentro con el público: "Va a ser emocionante y maravilloso volver a abrazarse".
En esa voz ya octogenaria había un eco de sus vivencias pasadas: la dictadura, las crisis, la inundación. Cada adversidad reforzaba su convicción de que el teatro es, ante todo, un acto de comunidad.
Su método se basa en dos ejes: disciplina y conmoción. "No faltar nunca a un ensayo. Cuando nos comprometíamos, había que cumplir". Y en paralelo, la necesidad de conmoverse ella primero: "si yo me lo creo, el espectador también se lo cree".
Ese modo de actuar atraviesa su biografía. Desde "El zoo de cristal" de Tennessee Williams en 1975 hasta "Arritmia" en 2018, pasando por "Todos eran mis hijos" de Arthur Miller durante la Guerra de Malvinas, su norte fue transmitir verdad.
Hoy, a los 90, Graciela Martínez es una metáfora de Santa Fe. Una ciudad que sabe de inundaciones y de crisis, pero también de volver a empezar. En ella confluyen esas aguas: la disciplina de los ensayos, el dolor de las pérdidas y la calma de quien aprendió a resistir.




