Nos escribe Tadeo (34 años, Chivilcoy): "Hola Luciano, espero que estés bien en estas fiestas. Te escribo para preguntarte por una frase de Freud que leí en Instagram, la de que el psicoanálisis es una profesión imposible. ¿Qué quiere decir esto? Soy estudiante de psico y me gustaría entender esta idea. Mi idea es dedicarme a la clínica en el futuro".
Querido Tadeo, muchas gracias por tu correo. La frase que mencionás proviene del libro "Análisis terminable e interminable", de 1937. Allí, Sigmund Freud hizo la serie de las profesiones imposibles: educar, gobernar y psicoanalizar. Una primera conclusión que puede sacarse de este planteo es que analizar no es educar ni gobernar.
Que educar es una tarea que conduce al fracaso, lo demuestra la cantidad de libros que se publican sobre crianza y temas afines. En alguna medida nos empezamos a orientar con la cuestión de la relación con los hijos cuando dejamos de querer hacer todo bien y aceptamos que no seremos padres perfectos.
Y ¿qué puede decirse de gobernar en un mundo cada día más enloquecido, en el que la política se reduce cada vez más a estrategias para ganar elecciones? Pocos son los políticos que inspiran respeto y confianza por su dedicación a la función pública, que no terminan por decir una cosa y hacer otra.
En este contexto, a las prácticas psicoterapéuticas no les va mejor. Alcanza con entrar en las redes sociales y ver cómo proliferan los saberes espontáneos de recetas y consejos, con una particular obsesión por "sanar". Ya no hace falta ser especialista, a veces la propia vida es un criterio suficiente para querer tratar a otros.
El problema de estos puntos de vista es que, con la intención de curar, se convierten en formas de educación o gobierno. El terapeuta devenido gurú dice: "Yo te voy a enseñar cómo vivir" o "Con mi método vas a dominar lo que te hace sufrir". El psicoanálisis se apoya en otro principio; desde el vamos asume que ningún sufrimiento se elimina sin producir otro.
Que el psicoanálisis esté en la serie de las profesiones imposibles no supone una actitud derrotista. El punto de partida de esta asunción está en reconocer el fracaso para hacerlo jugar a favor del tratamiento. Por ejemplo, un analista parte de la constatación de que quien pide la curación no necesariamente está dispuesto a modificar la vida que lo hizo enfermar.
Esta idea es la que se expresa en el final de la película Annie Hall, cuando se cuenta el chiste de un hombre que lleva a su hermano al médico porque aquel se cree gallina. Entonces, cuando el profesional acepta tratarlo, quien hizo la consulta agrega: "Pero no se olvide que en mi familia necesitamos los huevos".
De la misma manera, hay un fracaso anticipado y previsible en el tratamiento analítico cuando se reconoce que la expectativa de efectos terapéuticos suele acompañarse de una gran resistencia a encarar los conflictos profundos que motivan los síntomas. No pocas veces los análisis comienzan alegremente y, ante la primera dificultad, se interrumpen.
Las dificultades y los obstáculos, las resistencias, son parte de un análisis; al punto de que un tratamiento en el que no se corroboren estas fricciones seguramente no haya sido un proceso terapéutico real. Descartada queda, entonces, la ilusión de un tratamiento que sea la aplicación directa y efectiva de un protocolo ideal.
Ahora bien, que no haya un protocolo ideal no quiere decir que no haya un método en la práctica del psicoanálisis. Incluso podría decirse todo lo contrario; lo único que hay en un tratamiento analítico es la aplicación de la regla de la asociación libre, en la medida en que la variedad de operadores del dispositivo clínico (síntoma, transferencia, interpretación, etc.) se conceptualizan como respuestas a este método.
Por ejemplo, ante la invitación a hablar de la causa de su sufrimiento puede ser que una persona diga que se le ocurre una situación menor, que quizá no se relacione… ¡Perfecto! De eso se trata, hable de eso. Tenía que hablar de su sufrimiento, cumplir con la regla básica de asociar libremente y ¡descubrió que no era tan libre!
A la invitación a liberarse, respondió con una anécdota que, encima, no sabe por qué se le ocurrió. Así quien habla advierte que está sujetado a la palabra y, como si fuera el colmo, va a contar una pequeñez que le parece una pérdida de tiempo, ¿por eso va a pagar? Pero, ¿qué pierde en esa pérdida de tiempo?
Cuánto mejor sería hablar del sufrimiento y que nos digan que nuestro penar se debe a que de chicos nos pasó algo malo; o que la causa está en los malos vínculos con otros que son también más o menos malignos. Sin embargo, ¿cómo voy a hablar de una pequeñez a la que no le veo sentido?
Entonces, ¿por qué no contarla? Es que es una pérdida de tiempo. Este es un modo de justificarse. ¿Por qué para sentir que no se pierde algo hace falta una justificación? ¿No es esa misma justificación la que califica de pequeñez esa anécdota que no se quiere contar? Estaba la invitación a hablar libremente y, a continuación, surgió una defensa.
Partimos de la regla de la asociación libre y, finalmente, nos damos cuenta de que no se la puede cumplir. No solo no somos libres, sino que nos defendemos de esa libertad. Así, ¡el psicoanálisis es imposible! Aunque también podría decirse que gracias a esa imposibilidad es que se vuelve posible.
Porque en las resistencias al psicoanálisis -parafraseando un título de Jacques Derrida- es que se corrobora su eficacia. En el fracaso de la asociación libre -de acuerdo con el caso anterior- es que se pone de manifiesto un síntoma neurótico (específicamente, obsesivo: la desconfianza en lo que no es justificable). Entonces ese fracaso fue uno de los virtuosos.
Querido Tadeo, espero que este recorrido te haya servido para entender una frase que se puede elaborar de diferentes maneras. En mi respuesta, te propuse desarrollarla de cara a tu formación, para que no idealices de más esta profesión, para la que aplica esa otra frase, la de Samuel Beckett, que dice: "Fracasa de nuevo, fracasa mejor".
(*) Para comunicarse con el autor: lutereau.unr@hotmail.com