En primavera de 1964 un carguero de bandera panameña y tripulación africana pidió amarras al Puerto de Santa Fe. Por aquel entonces yo era capitán del remolcador en turno y la conducción del puerto me mandó a ingresarlo por el canal de acceso. Zarpamos con mis tres tripulantes: Marcial J., el Gringo L. y Gerardo S. a las 9.04.
A las 10.49 hicimos amarre y a las 12.54 el buque panameño levó anclas y comenzamos la maniobra de ingreso. Para las 18 horas estaba atracado y seguro en el Dique I del Puerto de Santa Fe. Todo normal, y así lo informé al controlador. Al desembarcar y en camino al galpón de fichaje un hombre robusto, de mediana edad y estatura baja, con saco y gorra marinera, me salió al cruce. Se presentó como el contramaestre del carguero panameño.
- Capitán, tenemos un problema a bordo y necesitamos que tú y tus hombres nos ayuden (me largó con vos ronca y acento caribeño).
- Claro amigo, si puedo, con mucho gusto.
- Es un favor muy especial (resaltó, apartándome del brazo del resto de mi tripulación que observaba vigilante).
Yo seguí su juego. A pocos pasos, me detuve y lo miré sin asombro. Seguro se trataría de mujeres o alguna mercadería de contrabando. Pedidos comunes en recién llegados. Me equivocaba. Feo me equivocaba.
- Tenemos que cargar cereal y regresar sin perder tiempo a Sudáfrica. Tú sabes, allí hay gran hambruna.
- No puedo hacer nada para adelantar turnos… (interrumpí)
- Nada de eso,… es que hay a bordo un marinero enfermo.
- Bueno, aquí tenemos buena enfermería y el hospital cerca…
- ¡Tiene lepra! (largó el contramaestre)
Seguro mí cara se transformó. Por aquellos años la lepra significaba sufrimiento, muerte y contagio.
- Necesitamos que lo lleven hasta un leprosario aquí cerca, en Santo Tomé. Negociamos con dos enfermeros que lo esperaran en un lugar que se llama Cuatro Bocas. ¿Lo conoces?
- Claro que conozco el lugar... y sé del Leprosario de las Palmeras. ¿Por qué no avisan a la gerencia del puerto?
- Si avisamos quedamos en cuarentena. El buque y ciento cuarenta hombres, y el cereal sin llegar a destino. ¿Entiendes?
- El hombre enfermo está envuelto en mantas y con traje de altamar; tú y los tuyos pasarían por él a medianoche, lo llevarían con el remolcador hasta el lugar y se lo dejarían a los enfermeros.
- Es muy arriesgado… (señalé concluyente)
- Pagaremos mil dólares americanos por el favor.
En aquellos años era una fortuna, diez veces lo que ganábamos por mes, la propuesta me hizo dudar. Para ganar tiempo le dije:
- Tengo que hablar con mis marineros, mañana confirmo…
- Esta noche. Mañana puede ser tarde (sentenció el contramaestre)
Para mi tripulación mis decisiones eran órdenes, de igual manera se los comenté y le di la opción de no ir. Todos acompañaron sin objeción. Esa noche cargamos al marinero esquelético y leproso con ayuda de la gente del barco, informamos a la guardia de una avería en el motor del remolcador y que lo debíamos hacer ver en Varadero Sarsotti, y zarpamos hacia las Cuatro Bocas. A bordo, el enfermo se dio cuenta del abandono y no paró de insultar a los gritos todo el camino. Lo hacía en un lenguaje que ninguno comprendíamos.
Llegando a la zona, vimos a los enfermeros que nos hacían seña con linternas desde la costa. A la salida de un arroyito que ingresaba a la Laguna Bedetti habían amarrado una canoa desvencijada. Orillamos. Uno de los enfermeros trepó al remolcador, se acercó al leproso y le puso un algodón en la boca que logró, al fin, calmarlo. Entre todos lo cargamos a la canoa, como si fuese un bulto; desamarramos y nos fuimos sin saludar.
Ya en el riacho Santa Fe tomamos dos ginebras que había traído Gerardo y listo. Cada quien a su casa, medio borrachos y con 200 dólares en el bolsillo. A los pocos días, otra vez el contramaestre a la espera de nuestro desembarco. Mismo lugar, mismo argumento sobre la urgencia y la hambruna en Sudáfrica, mismo encargo. Otro marinero con lepra.
- Es muy peligroso (le dije)... si nos descubren nos echan.
El marino panameño dijo la frase mágica.
A medianoche, los cuatro amarramos al carguero y buscamos el encargo. Algo diferente, el hombre enfermo era un gigante de raza negra y estaba totalmente inconsciente. Cargarlo al remolcador nos costó varios tropiezos.
En las Cuatro Bocas buscamos a los enfermeros y nada. Esperamos varias horas. Nada ni nadie. Solo el gigante tirado en la cubierta, inconsciente, y cuatro hombres. Cuatro marinos que debíamos regresar antes del amanecer. Caso contrario iban a dar parte a prefectura y vendrían por nosotros.
El Gringo aprovechó la espera para contar que en la islita de enfrente (Tortuga) los dueños del leprosario enterraban a los muertos de lepra. Y entonces se me ocurrió. A mí se me ocurrió. Mi gente solo siguió lo que decía su capitán. Por eso bien merecido tuve la tortura en mi conciencia durante sesnta años.
- Llevémoslo a la islita y dejémoslo ahí. Este hombre apenas respira. No pasa de esta noche (ordené).
Y así fue. Lo tiramos en la islita como a un trapo y era un hombre, quizás un buen hombre, con familia y con sueños. Ahí quedó, tirado. Pero el destino tenía para mí una vuelta más de tortura. A dos semanas de aquel crimen, los diarios de Santa Fe y del país trajeron esta macabra historia:
Resulta ser que un enorme hombre de raza negra había llegado a la orilla de Sauce Viejo arrastrado por las aguas del río Coronda. Agonizaba. Su cuerpo repleto de heridas punzantes de peces, y con rasgos inequívocos de una enfermedad contagiosa. Según el diario, antes de morir dijo algo en un idioma que nadie entendió. Nadie, excepto yo.
¡Maldito hombre codicioso!
(*) Relatos literarios basados en hechos reales