La primera frase que recuerdo del discurso del presidente emitido por cadena nacional el pasado lunes es "lo peor ya pasó", una manera si se quiere astuta de sugerir que hemos estado transitando por las orillas del infierno y ahora nos aguarda un futuro dichoso. El discurso de Javier Milei fue inusualmente breve, no más de quince minutos. Poco original, pero breve, lo cual es siempre una noticia bondadosa. Y con la licencia del uso de habituales lugares comunes, esas frases que se reiteran cuando el orador no tiene nada más que decir, o lo que dice ya sabe que en su momento lo dijeron otros y apuesta a la débil memoria del auditorio. "Lo peor ya pasó", por ejemplo, lo dijo Mauricio Macri a fines de 2018, y al poco tiempo descubrimos que lo peor recién empezaba. Un acierto hay que admitir: Milei moderó el tono, habló de conversar con gobernadores y políticos, toda una revelación para quien no hace un mes los calificaba de "casta inmunda" y "degenerados fiscales". Tabula rasa, como le gusta decir a Milei. Tabula rasa por ahora, y premios consuelos, es decir, aumentos a jubilados, a pensionados, a las partidas presupuestarias de la universidad y a los muchachos del Garrahan. Nada generoso, nada para festejar y tirar cañitas voladoras, pero un aumento es siempre un aumento. Esperemos que no demore mucho en efectivizarse y estemos atentos para saber si estos tímidos cambios alcanzan para soportar las borrascas electorales que se insinúan para octubre.
El futuro inmediato nos dirá si Milei ha asimilado las lecciones que la política le brindó en los comicios de septiembre pasado, donde hizo lo posible y lo imposible para ser derrotado por el peronismo. A mí me sorprende que todos estemos comentando como una buena noticia, es decir como si fuera un signo esperanzador de los tiempos, que el presidente haya hablado ahora con los tonos de la moderación y el equilibrio. Y me sorprende, porque se supone que esa debería ser la exigencia mínima de todo mandatario en una nación civilizada. Sin embargo, atendiendo las peripecias de los últimos dos años, a los argentinos nos parece una novedad auspiciosa escuchar a un presidente que en la ocasión no se prodigó en sus clásicos insultos o habituales escatologías verbales. Ojalá le dure, porque de no ser así, a su situación la veo algo incómoda. La sociedad, incluso una fracción de los propios votos, ha demostrado su hartazgo por ese estilo pendenciero, provocador e insultante. Pero tan grave como el hartazgo de la sociedad con "el estilo Milei, Karina, Dan", es la actitud acechante de la mayoría de la oposición peronista decidida a reclamar la renuncia, el juicio político o la destitución del actual presidente, sobre todo si en las elecciones previstas para los idus de octubre se repite otro Cancha Rayada para el oficialismo.
Y así como nos asombramos porque un presidente no recurre a las palabras que flotan en las cloacas del lenguaje para dirigirse a la opinión pública, también nos inquieta porque si un gobierno es derrotado en una elección para seleccionar cargos de concejales y de legisladores en una provincia, el resultado habilita oficialmente al peronismo para propiciar un golpe de Estado, asonada que en este caso no se efectivizaría con los tanques en la calle pero sí alentando las refriegas callejeras y las intrigas parlamentarias para fulminar un mandato democrático. Y eso es lo grave: que después de más de cuarenta años de democracia, una derrota electoral del oficialismo de turno en insulsas elecciones intermedias propicie la destitución de sus autoridades es una prueba evidente de que en materia de estado de derecho y convivencia cívica hemos aprendido poco y nada. Hasta el manual de Instrucción Cívica más elemental nos recuerda que una oposición política que merezca ese nombre no debe ahorrar críticas, sí, pero al mismo tiempo no debe rehusar los acuerdos de gobernabilidad necesarios. Es un equilibrio complejo entre la crítica y la colaboración, pero está claro la democracia depende de la persistencia de ese equilibrio. Este principio que constituye algo así como el abc de la democracia, los peronistas, o muchos de sus dirigentes, todavía no lo han aprendido y a juzgar por sus ladridos de perros a la luna no tienen ninguna predisposición a aprender. Y esa ignorancia se manifiesta con mayor hostilidad, y con más hambre de poder, cuando no son gobierno y están esperando un tropezón para ir por todo, es decir para derrocar a las autoridades legítimamente elegidas. Tan irritante, tan ofensivo a la cultura democrática, tan infame desde el punto de vista de la política como es la conducta de un presidente que se comporta como un patán grosero y reaccionario, es la vigencia de una oposición peronista intrigante, conspiradora y orgullosa de exhibir su desprecio a los tiempos institucionales de la democracia.
Jorge Batlle (1927-2016) fue presidente de Uruguay entre los años 2000 y 2005, en tiempos de trifulcas y refriegas en Argentina producidas como consecuencia de la renuncia de Fernando de la Rúa y el aquelarre político que se produjo para resolver una salida al vacío de poder. Uruguay tuvo a lo largo del siglo veinte excelentes presidentes, dos o tres canallas y dos o tres que con generosidad podríamos calificarlos de regulares y mediocres. Batlle hizo méritos para ganarse la calificación de regular y mediocre. No fue un buen gobierno, como tampoco fue muy feliz su ocurrencia de calificar a los argentinos "como una manga de ladrones, del primero al último", brulote por cual después le pidió disculpas personales a un Eduardo Duhalde que lo escuchaba con cara de piedra; con cara de alguien que jamás en su vida supo que en la Argentina los políticos cercanos a él tenían la devota costumbre de robar. Pues bien, la gestión de Batlle en algún momento pendía de un hilo. Un voto del izquierdista Frente Amplio y el señor Batlle se precipitaba bien al fondo del zanjón. Sin embargo, el Frente Amplio, la fuerza política que mayores probabilidades tenía de suceder políticamente al presidente colorado, respetó la institucionalidad. Un acuerdo entre blancos, colorados y frentistas permitió darle al presidente el oxígeno necesario para que concluya el mandato, porque, bueno es saberlo, en todas circunstancias los políticos uruguayos prefirieron respetar la estabilidad institucional que precipitarse en aventuras y chirinadas sin retorno. Batlle concluyó su mandato y Tabaré Vázquez, dirigente histórico del Frente Amplio, fue elegido presidente, de lo que se deduce que haber apostado a la institucionalidad no le impidió luego recibir una mayoritaria adhesión popular. Las virtudes de esa cultura cívica pareciera que nos ha sido negada a los argentinos o, para ser más preciso, las desconoce el peronismo. O por lo menos un sector importante de su dirigencia, que está convencida de que a un gobierno de otro signo político hay que negarle el pan y el agua. Incorregibles, como diría Jorge Luis Borges que los conocía mucho y -además- con su madre los habían padecido.




