En el invierno de 1970, el Museo Municipal de Artes Visuales fue escenario de una muestra que pretendía recopilar cinco años de trabajo y condensar, en cuarenta obras, la voluntad de José Domenichini por seguir "desmarcándose".
Entre la mancha y la geometría, la muestra de 1970 revelaba cinco años de tensiones pictóricas: del informalismo al neoconcretismo, sin atajos ni recetas.

En el invierno de 1970, el Museo Municipal de Artes Visuales fue escenario de una muestra que pretendía recopilar cinco años de trabajo y condensar, en cuarenta obras, la voluntad de José Domenichini por seguir "desmarcándose".
Pintor inconformista, inclasificable, para entonces había transitado ya el informalismo, el realismo metafísico y el neoconcretismo. Su obra no podía definirse por la pertenencia a una escuela, sino por la urgencia vital.
La muestra de 1970, reseñada por Jorge Taverna Irigoyen en las páginas de El Litoral el 1º de agosto de ese año, abarcaba obras realizadas entre 1966 y 1970.
Sin embargo, el crítico señalaba algo más: que detrás de la diversidad cromática había una "misma preocupación formal y estilística". Un hilo que unía todo el conjunto, incluso en medio de sus variaciones tonales.
Para entender esa unidad, hay remontarse a los años previos. "Después de largos años de trabajar con una paleta de carácter impresionista", explica Taverna, Domenichini "se volcó de lleno a experimentar en la no figuración".
Allí encontró un nuevo lenguaje visual, más atravesado por tensiones internas que por referencias externas. El informalismo fue su primer paso en esa dirección.
Y aunque no se lo haya destacado como figura central del movimiento, su aporte fue significativo. "En 1962, Domenichini penetra en los sugerentes campos de la cuarta dimensión: el espacio-tiempo. Su pintura informalista es una de las primeras voces que se levantan dentro del arte argentino", escribía El Litoral en 1974.
En el período anterior a la muestra, Domenichini había desplazado su búsqueda hacia "un neoconcretismo: planteos geométricos, de composición ortogonalista".
Las obras expuestas en 1970 mostraban esta nueva fase de manera nítida: sin texturas, con materia pictórica distribuida en capas leves, estructuradas por líneas rectas y regidas por una lógica interna rigurosa.
"El color se ubica entonces obedeciendo a timbrismos de desigual validez", señalaba Taverna Irigoyen, quien no dejaba de advertir que detrás de esas decisiones cromáticas se percibía "la existencia de una permanente búsqueda de adecuación cromática".
El crítico iba más lejos, al identificar pequeños virajes en esa etapa aparentemente homogénea. "El contemplador podrá hasta descubrir ciertas ‘inclinaciones’ de paleta en sucesivos periodos: la gama de ocres en 1968; los blancos y algunos verdes luminosos en 1969; mayor voluntad de grises en los últimos trabajos de este año".
Esa mención a los "verdes luminosos" no era caprichosa: Domenichini cultivó un expresionismo cromático particular, donde el verde se volvió símbolo de su estilo. No fue el único color que repitió, pero sí uno de los más característicos en su lenguaje visual, junto con blancos y ocres.
Si bien la muestra de 1970 condensaba una parte fundamental de su trabajo, Taverna Irigoyen la calificó como "una fase intermedia", no conclusiva: "No obstante algunos aciertos parciales, el propio artista madurará en próximas realizaciones", escribió.
Para el crítico, Domenichini aún no había alcanzado "su verdadera jerarquía" en el módulo concreto. El problema, según su mirada, residía en tensiones no resueltas entre la concepción teórica de la pintura concreta y su realización material en la obra.
"Ciertos posibles antagonismos de la concepción concreta con la forma en que el artista la plasma en su tela, contribuyen en buena medida a los aspectos no logrados".
Y añadía: "Así el caso de la factura, es decir el ‘acabado’ de la materia, casi innecesariamente de superficie joyante en la pintura concreta". Allí, en ese "acabado brillante" Taverna identificaba uno de los puntos frágiles de la muestra.
Desde sus primeros trabajos académicos hasta su incursión en la abstracción concreta, Domenichini nunca dejó de moverse. Su obra atravesó el arte figurativo, el paisaje isleño y urbano, el informalismo, el realismo metafísico y los esquemas constructivos de la pintura concreta.
Pero no como un salto errático entre modas o tendencias, sino como el recorrido de un artista que entendía el arte como campo de tensión y expansión permanente.
Como bien sintetiza Arte de la Argentina, Domenichini fue un artista que “inicialmente académico, incursiona por otras orientaciones estéticas que si no pueden rotularse de manera directa como de vanguardia, corresponden en su caso a auténticas aperturas conceptuales”.
Su obra no pretendía ofrecer respuestas, sino abordar formas y colores para entender el mundo. Ya fuera en la paleta impresionista de sus primeros años, en las texturas del informalismo o en la geometría de sus trabajos concretos, cada trazo era una afirmación de su lugar como artista.
En palabras suyas, contundentes, honestas y vigentes: "En arte, no se le debe robar nada a nadie".




