Por María Eugania Cossini - Especialista en innovación educativa. Educadora. Conferencista. Autora
En un contexto de hiperconexión permanente, recuperar momentos de presencia auténtica se vuelve clave para fortalecer el bienestar emocional y los vínculos cotidianos, especialmente dentro de la vida familiar.

Por María Eugania Cossini - Especialista en innovación educativa. Educadora. Conferencista. Autora
Vivimos pegados a las pantallas, muchas veces sin darnos cuenta. Pero si queremos que nuestros hijos aprendan a regular su tiempo online, primero tenemos que empezar por nosotros. Desconectarnos no es un lujo: es una necesidad biológica, emocional y vincular.
"No te distraigas", le decimos a nuestros hijos mientras revisamos el teléfono. "¡Soltá la pantalla!", gritamos desde la nuestra.
La paradoja es evidente: nos preocupa el uso que los chicos hacen de la tecnología, pero no siempre revisamos el modelo que damos como adultos.
Vivimos con el celular al lado, en el bolsillo, en la mesa, en la mano. Saltamos de una notificación a otra sin pensarlo. Y aunque muchas veces lo justificamos por trabajo, información o “cosas importantes”, la realidad es que gran parte del tiempo estamos ahí… por inercia.
¿El problema? Los chicos no aprenden lo que les decimos. Aprenden lo que hacemos.
En un mundo donde las redes sociales y los dispositivos ocupan cada rincón de la vida diaria, desconectarse se vuelve un acto radical de presencia. No para rechazar la tecnología, sino para recuperar algo esencial: el tiempo cara a cara.
Las interacciones humanas —miradas, silencios compartidos, gestos, palabras— no son solo vínculos afectivos. Son nutrición cerebral.
Durante la infancia y la adolescencia, el desarrollo neurológico se ve directamente influido por la calidad del contacto interpersonal. No solo la cantidad de tiempo compartido importa, sino la calidad atencional que damos durante ese tiempo.
Según estudios en neurociencia social, el contacto cara a cara activa redes cerebrales relacionadas con la empatía, la autorregulación y la construcción de identidad. Mirar a los ojos, interpretar el tono de voz, sincronizar gestos: todo eso fortalece las llamadas “neuronas espejo”, clave para entender al otro y a uno mismo.
Y esto no es solo importante para los chicos. También los adultos necesitamos desconectarnos para recuperar foco, autorregulación emocional y bienestar mental.
El multitasking digital y la hiperconectividad elevan los niveles de cortisol, disminuyen la calidad del sueño y afectan funciones ejecutivas como la memoria y la toma de decisiones.
Volver a la conversación. A la pausa. A la presencia plena. Volver al otro. Volver a uno.
Por eso, más que hablar de "limitar" el uso de pantallas, necesitamos empezar a hablar de cultivar espacios libres de pantallas. No como castigo, sino como oasis. Como lugares donde el vínculo respira.
Algunos gestos simples, pero poderosos:
Nuestros hijos no necesitan padres perfectos. Necesitan adultos presentes.
Desconectarse no es solo apagar una pantalla. Es encender el vínculo.
Y ese gesto, en este mundo, es profundamente revolucionario.




