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Reflexiones desde una perspectiva filosófica

El imperativo de la amabilidad en tiempos de barbarie

El imperativo de la amabilidad en tiempos de barbarieEl imperativo de la amabilidad en tiempos de barbarie

Lunes 14.7.2025
 22:18
Lisandro Prieto Femenía
Lisandro Prieto Femenía

"Un país no es rico porque tenga diamantes o petróleo. Un país es rico porque tiene educación. Educación significa que, aunque puedas robar, no robas. Educación significa que tú vas pasando por la calle, la acera es estrecha y tú te bajas y dices: 'Disculpe'. Cuando un pueblo tiene eso, cuando un pueblo tiene educación, un pueblo es rico"

Antonio Escohotado

***

No es ninguna novedad que vivimos en un tiempo donde el pulso de la coexistencia social parece haberse acelerado en una deriva incomprensible, enfrentándonos con la paradoja de una humanidad cada vez más próxima, sin que ello se traduzca necesariamente en la cercanía o comprensión mutua. Por el contrario, la violencia, el maltrato, el destrato y una rampante vulgaridad parecen haberse enquistado en las interacciones humanas, deviniendo casi en la norma. ¿Cómo, entonces, desentrañar las causas de esta erosión de lo que antaño considerábamos el tejido civilizatorio?

Comencemos este análisis en la génesis de la incivilidad, es decir, en la búsqueda de los motivos de la amenaza barbárica. La merma de la civilidad no es un capricho del destino, sino un síntoma elocuente de profundas dislocaciones en la psique social e individual de todos los pueblos (unos más que otros). Asistimos a una suerte de atomización del sujeto, donde la interacción mediada por la tecnología, lejos de fomentar conexiones genuinas, engendra una suerte de anonimato que propicia la desinhibición moral. Este velo digital le hace creer a una legión de idiotas que están eximidos de la responsabilidad inherente al encuentro cara a cara, fomentando una disociación entre el acto y sus consecuencias emocionales en el otro.

Es menester reconocer, asimismo, la influencia de una visión economicista de la existencia que ha permeado las esferas más íntimas de nuestras vidas. La obsesión enfermiza por la competitividad, por el éxito medido en términos puramente materiales, instiga un egoísmo que se ha cargado a la empatía. En este sentido, la reflexión de Arthur Schopenhauer (1788-1860) en su obra "El mundo como voluntad y representación" es particularmente pertinente, sobre todo cuando sostiene que "cada individuo se ve a sí mismo como el centro del mundo y a los demás como meros objetos que sirven para sus fines" (Óp. cit, Libro III, § 53).

Esta concepción, al arraigarse colectivamente, no puede sino conducir a una instrumentalización del prójimo, despojándolo de su dignidad intrínseca y, con ello, allanando el camino para la indiferencia y el maltrato naturalizado y masificado al extremo. Aunado a esto, la polarización del discurso, magnificada por los medios de comunicación y las patéticas tribunas digitales, ha propiciado un ambiente donde la discrepancia se transforma en antagonismo, y la otredad, en amenaza. Cuando la diferencia de perspectiva es interpretada como un ataque personal, la deliberación racional cede su lugar a la diatriba, y el respeto a la hostilidad gratuita.

Este clima de confrontación constante anula la posibilidad de construir puentes de entendimiento, erigiendo en su lugar muros de prejuicio y desconfianza. En este punto, consideramos ineludible traer a colación el aporte de Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), pensador y estadista argentino, cuya obra cumbre, "Facundo: Civilización y barbarie en las pampas argentinas", expone con crudeza la dicotomía entre dos fuerzas opuestas que, a su juicio, pugnaban por definir el destino de la nación. Para él, la barbarie representaba el atraso, la incivilidad, la fuerza bruta y la carencia de instituciones que regulan la convivencia. Se manifestaba en el despotismo, en la ausencia de respeto por la ley y por la vida humana, y en la preeminencia de la pasión desbordada sobre la razón.

Domingo F. Sarmiento, parte sustancial de nuestra historia. Definió a la barbarie como representación del atraso y la incivilidad, la fuerza bruta y la carencia de instituciones que regulen la convivencia. "Se manifiesta en la ausencia de respeto por la ley y por la vida humana", decía.

Violencia, maltrato, vulgaridad

En contraste, la civilización encargaba el progreso, la educación, el respeto por las instituciones, la ley y la cultura. En definitiva, según Sarmiento, no era solo una condición geográfica o social, sino un estado de espíritu que se oponía radicalmente a los principios de una sociedad ordenada y cultivada, es decir, pacífica y próspera. La violencia, el maltrato y la vulgaridad que hoy observamos en las interacciones cotidianas pueden ser leídos, bajo esta óptica sarmientina, como ecos persistentes de esa barbarie que, lejos de haber sido erradicada, muta y se manifiesta en las formas contemporáneas de incivilidad tanto del lumpen como del presidente mismo de la nación.

La ausencia de empatía, la incapacidad para el diálogo constructivo y la primacía del individualismo exacerbado sobre el bien común son, en esencia, manifestaciones de un espíritu barbárico que se resiste a la civilización. A lo largo de su "Facundo", Sarmiento ilustra cómo la fuerza bruta del caudillismo y la ausencia de instituciones civilizadoras no solo desorganiza la vida pública, sino que corroen también el tejido social más íntimo, infiltrando los hábitos de la barbarie incluso en el seno de la familia y en las relaciones personales.

Esta visión expone cómo la ausencia de civilidad en las esferas públicas y políticas permea y corroe hasta las más íntimas interacciones, estableciendo con claridad que "el despotismo, en efecto, no sólo mata las formas republicanas, sino que mata el espíritu de asociación, el espíritu de iniciativa, los hábitos de la vida civilizada, el comercio, la industria; mata la moral" (Sarmiento, "Facundo: Civilización y Barbarie en las pampas argentinas". Parte II, Capítulo VIII, "La vida de un caudillo: Quiroga").

Frente a este escenario, es imperativo entonces postular que una vida cultivada por la educación, la civilidad, la amabilidad, el decoro y la generosidad no es meramente preferible, sino que constituye la única vía para una existencia genuinamente humana y significativa, y el verdadero camino hacia el triunfo de la civilización sobre la barbarie. Tales atributos no son aderezos triviales de una conducta superficial, sino más bien las estructuras fundamentales sobre las que se edifica una coexistencia digna y enriquecedora para todos por igual.

La educación, entendida no como una actualización académica o acumulación de datos inconexos, sino como el cultivo del espíritu y el desarrollo de la razón crítica, es el primer peldaño hacia la civilidad. Al respecto, el gran filósofo español José Ortega y Gasset (1883-1955) expresó con lucidez, en su "Misión de la universidad", que "la civilización es el intento de hacer que los hombres se traten unos a otros con amabilidad. En este sentido, la misión esencial de la Universidad, desde luego, consiste en eso, en formar gentes cultas" (óp. cit., página 30).

Esta perspectiva de la educación como herramienta para la forja de ciudadanos amables y civilizados encuentra un profundo eco en el pensamiento de Sarmiento, para quien la educación popular era el pilar insustituible sobre el cual se edificaría la civilización. Él creía firmemente que la escuela, al inculcar el conocimiento y la moral social, era el instrumento más eficaz para erradicar la barbarie. En sus palabras, "educar al pueblo es darle el sentimiento de su dignidad, hacerle conocer sus derechos, prepararle para el ejercicio de sus deberes; es enseñarle a obrar y vivir conforme a la razón y a las leyes" (Sarmiento, "De la educación popular", Capítulo I).

Una de las tantas ediciones de "Facundo: Civilización y barbarie en las pampas argentinas", la obra cumbre de Domingo F. Sarmiento, donde el sanjuanino expone con franca crudeza la dicotomía entre las dos fuerzas opuestas que, a su juicio, pugnaban por definir el destino de la nación.

¿Cuál es la esencia de la civilización?

Aquí, la educación se presenta como la fuerza liberadora que saca al individuo del oscurantismo y lo introduce en el concierto de la sociedad civilizada. En esta misma línea de pensamiento, el filósofo y ensayista español Antonio Escohotado (1941-2021) nos legó una profunda reflexión sobre la verdadera riqueza de una nación, encapsulada en su frase: "Un pueblo es rico cuando es educado". Esta sentencia, que defendía con vehemencia, trasciende la mera acumulación de bienes materiales para situar el valor de una sociedad en la formación integral de sus ciudadanos.

Para Escohotado, la educación no se limita a la adquisición de conocimientos académicos, sino que abarca la formación en valores éticos y cívicos, como la honestidad y el respeto porque, en definitiva, como siempre sostenemos, el doctorado no siempre quita lo tarado. Un pueblo educado, aquí, es aquel donde las personas, incluso ante la oportunidad de cometer un ilícito, deciden no hacerlo, y donde la cortesía y el agradecimiento son moneda corriente en las interacciones cotidianas. Este enfoque de la riqueza se centra en la calidad de vida, el desarrollo humano y la cohesión social, por encima de los indicadores económicos y financieros convencionales.

La esencia de la civilización, por tanto, radica en la capacidad de sus miembros para comportarse con decoro y respeto mutuo, incluso en ausencia de vigilancia externa. Así, un pueblo verdaderamente rico es aquel que ha interiorizado la amabilidad como una norma de vida, un baluarte contra la barbarie. La civilidad, a su vez, se erige como la manifestación tangible de un respeto intrínseco por la dignidad de los otros. Son estos gestos sutiles- la atención plena en un diálogo, la deferencia en el trato, la expresión de gratitud- que tejen la urdimbre de una sociedad armónica.

Al respecto, podemos acudir al pensamiento del chino Confucio (551-479 a.C.), plasmado en sus "Analectas", donde nos ilustra sobre la primacía de los ritos y las formas apropiadas de conducta para el mantenimiento del orden social y la consecución de la armonía. Allí, Confucio sostuvo que "si se conduce al pueblo por medio de la administración, y se le uniforma por medio de las penas, el pueblo evita el castigo, más carece de vergüenza. Si se conduce al pueblo por medio de la virtud, y se le uniforma por medio de los ritos, el pueblo tiene vergüenza y, además, se enmienda" ("Analectas", II, 3).

Es preciso señalar que aquí, los "ritos", trascienden la mera formalidad, implicando una ética del comportamiento que moldea el carácter y la interacción: se trata de una idea de orden social cimentado en la virtud y las buenas formas que se opone diametralmente a la anarquía salvaje y a la fuerza bruta que Sarmiento identificó con la barbarie. Por su parte, la amabilidad es, quizás, la más radical de estas virtudes en su capacidad de transformar la realidad. No es una debilidad sentimental, sino que es una fortaleza ética que desarma la agresión y propicia la reciprocidad virtuosa.

Recordemos que Séneca (4 a.C.-65 d.C.), en sus "Cartas a Lucilio", nos heredó una profunda reflexión sobre este súper poder apagado que tenemos los seres humanos: "No hay nada más hermoso que devolver bien por mal, y es una costumbre muy humana y noble el ser indulgente con los que han errado" (Carta XCIV, 43). La amabilidad, al reconocer la humanidad compartida incluso en el adversario, se convierte en un acto de resistencia contra la deshumanización, contra esa predisposición a la crueldad que Sarmiento vio en el corazón de la barbarie. Es, esencialmente, la elección consciente de construir en lugar de destruir; de unir en lugar de fragmentar.

El decoro y la generosidad

Finalmente, tenemos que considerar los últimos componentes fundamentales, a saber, el decoro y la generosidad, que completan este entramado de la virtud cívica. El decoro implica una justa medida en el obrar, una moderación que evita la ostentación y la grosería, revelando un respeto por el espacio y la sensibilidad del otro. La generosidad, por su parte, es la expresión más elevada de la alteridad, es decir, la disposición a trascender el propio interés en beneficio del prójimo.

Al respecto, en su "Ética a Nicómaco", Aristóteles, al definir las virtudes como el justo medio, argumentaba sobre la "liberalidad" (para él una "virtud cercana a la generosidad"), afirmando que "el hombre libre es, en efecto, el que gasta y da en lo que debe y cuándo debe. Esto no es fácil, porque el dar es fácil y está al alcance de cualquiera, pero el dar a quien se debe, la cantidad que se debe, cuando se debe, por lo que se debe y como se debe, eso ya no es fácil ni está al alcance de cualquiera" (Libro IV, Capítulo 1, 1120a 25-30).

La generosidad, en este sentido, no debe confundirse con la dádiva, sino que es un acto de justicia social y de cohesión comunitaria, virtudes esenciales para la civilización que todos anhelamos. La práctica de esta virtud, aunque compleja, es vital para la construcción de una sociedad donde el bien individual tiende siempre a alinearse con el bien colectivo. Como habrán podido apreciar, queridos lectores, la tarea que se nos presenta, la de recuperar el pulso de la civilidad en un mundo que parece haber extraviado su norte, no es menor.

Sin embargo, no es una empresa quimérica. Comienza en el fuero interno de cada familia y de cada individuo, en la elección consciente de abrazar la educación como sendero, la civilidad como norma, la amabilidad como gesto, el decoro como estilo y la generosidad como propósito. Al hacerlo, no sólo estamos elevando la calidad de nuestra propia existencia, sino que contribuimos a la edificación de una sociedad más justa, más compasiva y, en última instancia, más humana. La dignidad intrínseca de cada ser es el punto de partida innegociable de toda interacción, y el respeto mutuo, el único camino para la coexistencia pacífica.

En este paisaje posmoderno, donde la desafección amenaza con eclipsar la luz de la razón y la bondad, y donde los ecos de la barbarie primitiva aún resuenan en la violencia incivilizada, la amabilidad se erige no sólo como un rasgo deseable, sino como un imperativo filosófico y una urgente necesidad moral y existencial. Es el estandarte que izamos en la perenne lucha por la civilización, por un mundo donde la barbarie sea un mero recuerdo histórico y la amabilidad, la nota predominante de la convivencia. ¿Estamos, como sujetos pensantes y sintientes, dispuestos a asumir este desafío?

En definitiva, como dijo Agustín de (354-430): "Lo correcto es correcto, aunque nadie lo haga; lo incorrecto es incorrecto incluso si todos lo hacen".

(*) Docente, escritor y filósofo sanjuanino.

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