“ Y, sí, le damos todo lo que nos pide: quiso un iphone y se lo compramos; nos dice que no quiere ir a la escuela y dejamos que falte; no quiere la comida que le servimos y pedimos otra al delivery; se queja porque tiene prueba de Inglés y no estudió, y no va; quiere jugar en su PC hasta la madrugada y tiene nuestro permiso. Si él quiere, lo hace; si no, no. Nosotros queremos que sea feliz…”
Estas son palabras de los padres de un niño de 10 años, pero que se repiten en demasiados otros, aproximadamente a partir de los 3 años de sus hijos y sin límite de edad, aunque es bastante común que cuando llegan a la adolescencia muchos se ven desbordados por realidades que se les tornan inmanejables.
Permitir a los hijos hacer lo que quieren, como quieren, cuando quieren y donde quieren hace a un estilo de crianza permisivo, en su extremo, indulgente, y dista muchísimo de producir hijos felices. Los padres que adoptan este estilo de crianza creen que esa felicidad se asocia a la satisfacción inmediata de todos los deseos; buscan evitar conflictos y el disgusto de los hijos (porque les resulta doloroso a ellos); esquivan sentirse culpables y tratan de compensar poco tiempo compartido (generalmente porque están ausentes mucho tiempo del día, por su trabajo); hacen “como si” fueran amigos de sus hijos; y tienen un temor subyacente de que, ni bien puedan, se alejen de ellos en busca de alguien que satisfaga todos sus deseos (generalmente caprichosos).
A pesar de la amorosidad con que suelen manejarse estos padres, la falta de estructura y límites provoca en los hijos consecuencias nefastas. Al estar acostumbrados a que sus deseos se cumplan inmediatamente, los niños tienen dificultades para manejar el "no", la espera y el fracaso, lo que les causa un padecimiento emocional, porque no toleran que les digan qué hacer, que los hagan esperar ni sentirse frustrados. Por otra parte, les cuesta cumplir reglas, seguir tareas hasta terminarlas o aplazar la gratificación, afectando su responsabilidad. Aunque parezca que son libres, pueden no desarrollar la capacidad de tomar buenas decisiones por sí mismos y sentirse perdidos o inseguros sin una guía clara. Como esperan que los demás no solamente cumplan sus deseos sino que siempre les den la razón, no lograrlo puede llevarlos a conductas impulsivas o agresivas, dificultándoles el establecimiento de vínculos y la convivencia.
Revertir este estilo de crianza es posible, pero implica un proceso que requiere de tiempo, esfuerzo y, sobre todo, coherencia y consistencia. El enfoque fundamental es correrse de la promoción de la satisfacción inmediata a la competencia a largo plazo.
Ante todo, es preciso replantear el significado de lo que son la felicidad y el amor. Si bien dejar a un hijo que haga lo que quiera puede hacerlo “feliz” en el momento, la verdadera felicidad se asienta en el autocontrol, la competencia y la resiliencia. Los niños que nunca enfrentan la frustración en su casa, crecen creyendo que todo el mundo les debe la satisfacción de sus deseos, y protegerlos de la frustración ahora es prepararlos para una infelicidad mayor después. Los límites son un acto profundo de amor y, aunque protesten ante un “no”, los niños se sienten más seguros y amados cuando sus padres actúan como su brújula y ancla, y no como sus amigos. La falta de estructura les genera ansiedad porque inconscientemente sienten que no hay un adulto a cargo.
Es importante que los padres repiensen y evalúen si prefieren cortar un berrinche otorgando lo que el hijo quiere o darle las herramientas necesarias como para que aprenda a manejar la decepción y la frustración, porque se puede ser un padre demostrativamente afectuoso y cariñoso, pero el amor más grande es aquel que prepara los hijos para la vida y no el que simplemente busca evitar el llanto del momento.