Ciudad de Santa Fe, julio del año 1979. En la Galería Color, una veintena de telas tienden una red de signos sobre los ojos de quienes deseen ver. En ellas, el artista plástico Fernando Espino sintetiza décadas de búsquedas.
En julio de 1979, una serie de telas expuestas en la Galería Color sellaron la madurez del artista. El signo, la mancha y el silencio comenzaron a hablar su propio idioma. Taverna Irigoyen, Gola, Saer y Padeletti intentaron descifrarlo.

Ciudad de Santa Fe, julio del año 1979. En la Galería Color, una veintena de telas tienden una red de signos sobre los ojos de quienes deseen ver. En ellas, el artista plástico Fernando Espino sintetiza décadas de búsquedas.
Fue Jorge Taverna Irigoyen quien, en su reseña publicada en El Litoral el 27 de julio de aquel año, percibió lo que había en juego: las "pequeñas pinturas de muy sumario contenido eslabonan si no un nuevo enfoque, al menos el arribo progresivo a un determinismo plástico diferente del artista".
Desde el comienzo, el texto de Taverna se abisma en el lenguaje de los signos. "El signo, enigmático, definitivo, imbuido de un simbolismo a descifrar, ocupa buena parte de la pintura de nuestro tiempo. Equivale a una escritura, a una letra-lenguaje de secretas ascendencias".
En esas obras de Espino, el plano se movía con el ritmo de una caligrafía no verbal, cuyos trazos recordaban ideogramas orientales. "Trabajados en rojos, negros, blancos y amarillos naranjas, mueven el plano (o si se quiere el espacio) en ritmos y posibilidades diferentes", advierte el crítico.
Espino había nacido en Rosario el 5 de octubre de 1931, pero fue en Santa Fe donde consolidó su camino artístico. En 1948 ingresó a la Escuela de Bellas Artes local y tomó clases con Ricardo Supisiche, de quien se habló repetidas veces en este mismo espacio.
Tres años después, obtuvo el título de Profesor de Dibujo, época en la que trabó amistad con los miembros del Grupo Litoral, sin adherir formalmente a ellos, especialmente con Leónidas Gambartes y Juan Grela.
Ya en sus primeras exposiciones individuales, Espino mostraba un lenguaje figurativo que lentamente se desplazaba hacia lo simbólico. Para 1954, su obra ya evidenciaba un acercamiento a la iconografía americanista y a una estructuración compositiva rigurosa.
En los años 60, absorbió la influencia de Joaquín Torres García y de Gambartes, elaborando una síntesis plástica en la que el tiempo, el paisaje y el símbolo se volvieron núcleos expresivos.
En las telas de 1979, el signo era una entidad en sí misma. Taverna insistía: "A veces es sólo una cruz que niega o rompe la quietud de una forma o de un plano. Otras, solamente un discurrir de la línea que de pronto se trunca, se quiebra, ondula o se pierde frente a la ‘gravedad’ de la mancha".
A lo largo de su reseña, el crítico inscribe a Espino en una genealogía de artistas mayores: "Desde Hartung a Miró, desde Kandinsky a Pollock, desde Cuixart a Tàpies, innumerables maestros de las vanguardias estéticas han llevado al signo a jugar un papel decisivo en el campo visual".
Pero advierte que no se trata de un recurso comunicativo o pedagógico, sino de algo ancestral: "Gran parte del arte oriental se nutre de ellos, de modo que lo obvio es destacar su generosa antigüedad".
Y añade: "Pero tal vez hoy los signos tienen otro rol diferente. Y esto es tal vez lo que los torna más misteriosos y paralelamente sensuales en el acto de la contemplación".
No había alarde ni efectismo en las telas de Espino, sí el riesgo de bordear tales jactancias. Taverna lo señala con precisión: "El valor de la mancha, junto al riesgo de usufructuar en demasía de ello, están presentes en estas pequeñas telas".
Sin embargo, Espino sabía escapar a tiempo: "Posee una larga y ya madura trayectoria morfológico-cromática. Sabe escapar a tiempo de algunas debilidades que podrían vulnerar su pintura o, en otro sentido, restarle en algún grado la profundidad abstraccionista que posee".
Para el poeta Hugo Gola, la obra de Espino encarna un intento de comunión con el mundo: "Imágenes y símbolos que se renuevan o repiten, están destinados a apropiarse de las cosas y los seres, a convivir con ellos en un frágil equilibrio que perdura más allá de la iluminación momentánea".
Y agrega, según consta en la publicación "Poesía y Poética" de la UNL que "vivió toda su vida alejado de modas y escuelas aunque las conociera muy bien a todas. Sabía que una obra existe sólo cuando crea su propio lenguaje, lenguaje único que poco tiene que ver con la destreza".
Gola subraya la carga interna de cada forma. "En él la forma -ya se tratara de una simple mancha sobre la tela o de una construcción realizada con exactitud matemática- surge siempre impulsada por una carga interna ineludible. No hay en su pintura alarde técnico pero tampoco ninguna distracción".
Eso también fue destacado por Hugo Padeletti. "Todo lo que Espino ponía en el cuadro obedecía a un ojo infalible: el tamaño y la forma de la mancha, el gesto tras el trazo, los intervalos entre la mancha o figura y los lados del cuadro, o entre mancha y mancha, figura y figura; los contrastes de valor, la intensidad de los tintes, la textura".
En la mencionada publicación Poesía y Poética de la UNL, Juan José Saer relató una anécdota reveladora. Un amigo suyo, Frederic Compain, compró un cuadro de Espino sin saber que ambos se conocían.
Tiempo después, Saer lo vio en su departamento en París: "Mi mirada fue atraída por la imagen familiar de ese cuadro que sin embargo nunca había visto, que era bastante diferente de los que yo conocía, pintados treinta años antes, y que sin embargo no podía ser sino de Fernando Espino".
Y concluía: "Demostrando una vez más que el enigma del estilo no se sustenta en el cálculo pedante y laborioso sino en el gesto intransferible que cada artista ejecuta aun sin proponérselo, y hasta a pesar suyo, con la totalidad de su ser".
En septiembre de 2023, Guillermo Aleu lo resumió en esta misma sección: "Espino fue un adelantado para su época. Tuvo el don de una absoluta intuición estética y sin rehuir al arduo trabajo de la razón, sus obras son fruto del pensamiento continuo".
Y más adelante: "Su obra explicita la búsqueda obsesiva por el origen de las cosas tomando al arte como una vía de acceso hacia una verdad ancestral".
En sus palabras resuenan ecos de todas las corrientes que lo nutrieron: "abstraccionismo lírico, arte constructivista, americanismo geométrico, informalismo, primitivismo". Pero ninguna puede contenerlo del todo. "Espino es Espino", no hay mejor definición para sus pinturas".
No buscó reconocimiento ni redactó manifiestos. Como bien sintetiza Padeletti: "Espino nunca explicó su pintura ni sus intenciones. Nadie más ajeno que él al concepto. Nadie más concentrado en el altar de la pintura pura".
Y culmina: "Porque toda su obra, aun las aparentemente figurativas, como el gato del Museo Rosa Galisteo o la tortuga de mi propiedad, son, bien mirados, pintura pura, pintura que existe por sí misma, por sus meros ingredientes visuales”.




