El 14 de agosto de 1968, es decir hace 57 años, falleció en Buenos Aires uno de los últimos defensores del arte nacionalista en la pintura argentina: Carlos Pablo Ripamonte.
En un país en transformación, que se abría artísticamente a las vanguardias, el pintor Carlos Ripamonte eligió preservar la esencia gauchesca en sus cuadros.

El 14 de agosto de 1968, es decir hace 57 años, falleció en Buenos Aires uno de los últimos defensores del arte nacionalista en la pintura argentina: Carlos Pablo Ripamonte.
Había nacido en la misma ciudad en 1874, hijo de padre italiano y madre criolla, en una época en que el país se debatía entre el impulso modernizador y el peso de sus tradiciones rurales, algo ostensible en el "Martín Fierro".
Su vocación artística se produjo en un trayecto formativo que combinó influencias locales y extranjeras. Primero, junto al retratista Juan Bautista Curet Cenet, aprendió el rigor del dibujo y la observación.
Luego, en el taller del pintor italiano Miguel Carmine, incorporó los principios de la pintura de caballete y la decoración mural, binomio que le daría a su obra una particular solidez técnica.
El contacto con Ernesto de la Cárcova lo llevó a ingresar a la Sociedad Estímulo de Bellas Artes y a participar, entre 1894 y 1898, en los salones anuales del Ateneo. Fue entonces cuando la Nación le otorgó una beca para perfeccionarse en Europa.
En Roma conoció a Arístides Sartorio (autor del sobrecogedor óleo "Malaria", que conserva el Museo Nacional de Bellas Artes) y absorbió las lecciones de la pintura académica, pero también la libertad cromática y lumínica del impresionismo.
A su regreso a la Argentina, Ripamonte asumió una postura muy clara: la pintura debía ser un vehículo de afirmación de la identidad nacional.
El núcleo de su obra es definido así en la página web de la Colección Fortabat: "la temática rural configura, casi exclusivamente, el mundo pictórico de Carlos Pablo Ripamonte".
"Fue, con su arte, un fiel intérprete del gaucho; lo convirtió en la personificación del espíritu de la tierra llevándolo a la altura del mito. Enalteciendo el accionar de este personaje y su relación con la tierra creó una pintura idílica", dice la misma fuente.
Para el Museo Nacional de Bellas Artes, su trabajo se centró en "asuntos vernáculos, donde los tipos camperos y sus costumbres habitan el paisaje idealizado de la pampa".
"El gaucho y sus tareas cotidianas, los momentos del reposo, las payadas y el caballo como fiel compañero integran su repertorio. Trabajó con un lenguaje naturalista, en el que prima la pincelada suelta y evidente, y una paleta luminosa", agrega.
Esta mirada no era tan sólo descriptiva: en Ripamonte, el gaucho no se limitaba a ser una figura típica, sino un emblema moral y estético, la síntesis de una memoria colectiva que él consideraba irrenunciable.
A comienzos del siglo XX, en una Buenos Aires que empezaba a abrirse a las vanguardias europeas, surgió el grupo Nexus como una alianza artística para preservar y renovar la pintura desde una raíz nacional.
Lo integraban figuras como Cesáreo Bernaldo de Quirós, Fernando Fader, Justo Lynch y Pío Collivadino.
Ripamonte ocupó un lugar importante: formado en el naturalismo, pero receptivo al universo impresionista, defendía lo que él mismo definió como "la teoría vieja y siempre novedosa de la naturaleza".
Desde su óptica, el artista debía nutrirse del paisaje y la gente del país, evitando "el importar caprichoso" de modelos ajenos a la sensibilidad hispano-criolla.
En contraste con Fader, que buscaba la inmensidad silenciosa de las sierras cordobesas, o Quirós, volcado a la épica gauchesca entrerriana, Ripamonte construyó un imaginario donde el hombre y la tierra eran inseparables.
Su serie "Canciones del pago", presentada en la Exposición Internacional de 1910, sintetizó esta estética: escenas rurales que, sin idealizar, daban una imagen de pertenencia profunda.
En 1951, el crítico Horacio Caillet Bois, al reseñar una exposición de Ripamonte en El Litoral, escribió: "toda la temática de sus cuadros está inspirada en el gaucho, en los paisajes nativos y en la industria nacional, de los que es una rapsoda magnífica en su pintura".
"En su interpretación pictórica del paisaje y del héroe nativo, Ripamonte no se ha detenido en una receta, o en una fórmula retórica de simple colorido exterior, sino que se ha adentrado en su carácter, en su luz y en su eternidad, logrando en la pintura argentina una de las evocaciones más nobles que se hayan hecho de la patria vieja", dijo luego.
Para Caillet Bois, su gaucho no era el bandido rural romantizado, tampoco el marginado social que cierta literatura y pintura habían, en cierto modo, exculpado.
Era "el noble heredero de una raza de conquistadores que señoreó en la pampa, que dio su sangre por la patria y que dejó en las tradiciones de la vida argentina el más bello ejemplo de generosidad, coraje y sacrificio".
En esa definición, Ripamonte quedaba instalado como una especie de cronista visual de una Argentina que todavía buscaba, inclusive podría decirse que necesitaba, reconocerse en sus propios símbolos.
Más allá de su obra pictórica, Ripamonte tuvo un rol activo en las instituciones culturales. Entre 1908 y 1928 fue vicedirector de la Academia Nacional de Bellas Artes, y ejerció como docente de la Cátedra de Pintura y Dibujo en la FADU.
En 1928 asumió la Dirección de la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón, alternando con cargos en la Escuela de Artes Decorativas de la Nación. Su obra ingresó en museos nacionales, provinciales y colecciones privadas, quedando como un archivo visual de la memoria rural argentina.
En tiempos donde el arte argentino sigue debatiendo su identidad, su obra recuerda que, para encontrar un lenguaje, es necesario mirar hacia adentro.




