Desde el retorno democrático de 1983 las encuestas han pasado de ser un instrumento marginal a un pilar estructural de la política argentina. Al principio se las veía como fotos antiguas de una película en movimiento, pero hoy dominan estrategias, medios y discursos, optimizando recursos sin convertir al político en un autómata.
Su evolución refleja profesionalización y el paso de la mera intuición a datos científicos que legitiman el ejercicio del poder.
En 1983, pese a la euforia posdictadura, las encuestas tuvieron un rol modesto. El electorado, silenciado por años, desconfiaba de la novedosa herramienta y muchas personas temían responder. Políticos y medios preferían actos masivos como termómetro social. Sin embargo, Raúl Alfonsín (UCR) las usó intensivamente.
Su equipo de comunicación (liderado por David Ratto) delineó un discurso emocional sobre derechos humanos y juicio a las Juntas Militares recitando el preámbulo de la Constitución. Los sondeos registraron el ascenso de Alfonsín de marzo a septiembre y confirmaron la victoria.
El adversario, Ítalo Lúder (PJ), desestimó la relevancia de las encuestas y apeló al peronismo clásico y campañas tradicionales acelerando su derrota. En estas elecciones los sondeos fueron un insumo, pero no determinantes.
Para 1989, en plena hiperinflación y elecciones anticipadas, las encuestas se institucionalizaron. Carlos Menem (PJ) prometía revolución productiva y salariazo mientras planeaba neoliberalismo. Años después expresó: “Si decía lo que iba a hacer, no me votaba nadie”. Lideró los sondeos desde el arranque.
Su competidor, Eduardo Angeloz (UCR), redujo la brecha al final de la campaña, convirtiendo a los indecisos en segmento clave. Angeloz criticaba las encuestas y prefería focus groups; Menem las minimizó cuando advirtió el acercamiento de su oponente. Los dirigentes acordaron debatir en el programa Tiempo Nuevo, conducido por Bernardo Neustadt, pero Menem no asistió.
Dejó una silla vacía y, tras la pausa, llamó al aire y expresó que iría el próximo programa ya como presidente electo. Las urnas le dieron la razón. En esos años los medios también comenzaron a usar sondeos para legitimar noticias. En 1995, la reelección de Menem (habilitada por la reforma de 1994) convirtió a las encuestas en protagonistas.
La novedad del balotaje centró la pregunta: ¿quién entraría en segunda vuelta? José Octavio Bordón (Frepaso) le disputó el segundo puesto a Horacio Massaccesi (UCR). Todos los candidatos descalificaban públicamente a los sondeos adversos, pero citaban números propios. Menem, que en 1989 ofrecía “cambio”, ahora defendía la “continuidad”. Se impuso en primera vuelta; Bordón quedó segundo.
Las elecciones de 1999 fueron un salto de profesionalización: la “campaña de la campaña”. Los consultores eclipsaron a los candidatos. Dick Morris asesoró a Fernando de la Rúa (Alianza UCR-Frepaso); James Carville y luego Duda Mendoza a Eduardo Duhalde (PJ). Mendoza, con experiencia como asesor de José Manuel De la Sota, ilustró el auge local.
Las encuestas fueron clave para diseñar estrategias. El triunfo de De la Rúa fue pronosticado por los datos duros. Tras la crisis de 2001, las elecciones de 2003 fueron austeras. Cinco candidatos fragmentaron el voto: el propio Menem, Néstor Kirchner, Adolfo Rodríguez Saá (peronismo); Elisa Carrió y Ricardo López Murphy (exradicales).
La antinomia menemismo/antimenemismo pesó más que variables socioeconómicas. Menem se bajó del balotaje ante sondeos que daban 70% a favor de Kirchner. Mora y Araujo destacaron el fenómeno de la despolitización por el hartazgo social: los independientes subieron del 12% en 1983, al 57% en 2003.
En 2007, Cristina Fernández de Kirchner ganó en primera vuelta, con fuerte inversión publicitaria y mínima exposición personal. En 2011, las primeras PASO consolidaron su reelección. La oposición estaba dispersa y con imagen negativa elevada. Las encuestas anticiparon el triunfo del Frente para la Victoria.
2015 convirtió a las encuestas en estrellas. Jaime Durán Barba, defensor del método científico, asesoró a Mauricio Macri (Cambiemos). “Es mejor analizar con métodos que confiar en brujos”, sentenció. Desde primarias hasta balotaje los sondeos guiaron todo. En 2019, las PASO marcaron un punto de inflexión: las encuestas subestimaron la ventaja del Frente de Todos.
Alberto Fernández obtuvo 47% frente al 32% de Macri. Los sondeos preveían 3 o 4 puntos de diferencia. Los sesgos metodológicos -llamadas automatizadas- favorecieron al oficialismo. El error sacudió la campaña, obligó a recalibrar estrategias y resaltó la volatilidad de un electorado castigado por la crisis económica.
Los datos reforzaron el rol de las encuestas como termómetro de la indignación social. Para 2023, los sondeos marcaron un escenario dividido en tres: Javier Milei, Sergio Massa y Patricia Bullrich. Milei, el outsider que prometía patear el statu quo, capitalizó el descontento con el peronismo oficialista.
Los sondeos acertaron la brecha con Bullrich y la necesidad de balotaje, aunque subestimaron el 30% inicial de Massa. Sirvieron para diseñar mensajes contra el establishment y capturaron el ascenso de un outsider en un contexto de inflación elevada. Milei logró imponerse en segunda vuelta y llegó a la Casa Rosada.
En síntesis, las encuestas han evolucionado de un instrumento auxiliar en 1983 a un pilar estructural de la política argentina, moldeando estrategias, anticipando giros y, en ocasiones, fallando estrepitosamente ante la imprevisibilidad del voto emocional y la crisis permanente.
Su profesionalización no ha eliminado la iniciativa del líder ni el factor humano, pero ha impuesto un rigor científico que obliga a los candidatos a confrontar datos duros en lugar de percepciones. Como bien sentenció Dick Morris: “Las encuestas no deciden elecciones, pero quien las ignora pierde el control de la narrativa”. En Argentina, esa narrativa ya no se escribe sin números.
El autor es consultor político y docente de Opinión Pública y Comportamiento Político Electoral en la Universidad Siglo 21.