El vínculo que entablamos con la realidad, en buena medida, nos define. No es menor cómo la miramos, la manera en que nos movemos en ella y tratamos de entenderla mientras nos envuelve. La vida misma, como explicó José Ortega y Gasset, "es la realidad primordial en que todas las demás se fundan". No hay nada que en la vida no sea un ingrediente vital, advirtió el filósofo, todo lo son, "lo que en ella surja, entre, aparezca o se halle tendrá primariamente un carácter sustantivo vital, será vida". Para que no queden dudas, expresó Ortega, "esta mesa es mi vida, y esa luz y ustedes son vida mía, y Dios no es -por lo pronto- sino algo vital mío" (en "¿Qué es la vida?", 1930-1931).
Ante la "realidad radical" que constituye la vida, hay dos miradas bien distintas, entre otras, que vale la pena repasar. Se trata de la Maga y Horacio Oliveira, que empujaron con la punta de sus zapatos la piedrita en la "Rayuela" de Julio Cortázar, con una tensión especial al pretender tener una vida en común. Ambos buscaron llegar al "Cielo" a las patadas, pero ya lejos de la infancia se encontraron pateando la piedrita en una realidad mucho más extensa y compleja, que el espacio de ensueño que se traza con una tiza en la vereda. Sin opción, tuvieron que empujar sus vidas hacia el "otro Cielo al que también hay que aprender a llegar" (en "Rayuela", 1963).
En la vida la Maga supo creer sin necesidad de ver. Era incapaz de especulaciones, despreocupada se lanzaba a vivir sin amparo, mientras Oliveira caminaba dentro de los límites de una pretendida racionalidad. Él siempre le explicó que partía del "principio de que la reflexión debe preceder a la acción". La Maga, al escucharlo, lo veía sin más como un complicado y hasta llegó a soltarle: "Vos sos como un testigo, sos el que va al museo y mira los cuadros. Quiero decir que los cuadros están ahí y vos en el museo, cerca y lejos al mismo tiempo. Yo soy un cuadro".
La Maga integraba la realidad o, a decir de Oliveira, "feliz de ella (…) que tenía derecho de ciudad en todo lo que tocaba y convivía"; en cambio él, sólo la contempló. Uno del grupo de amigos o conocidos, Gregorovius, creía que a Oliveira le dolía el mundo. Lo cual era avalado por la Maga: "Todo le duele, hasta las aspirinas". Contó que le dio una por un dolor, se puso a mirarla y enseguida empezó a decir "unas cosas muy raras", no paró de darle vueltas.
Para transitar sus días la Maga podía "vivir en el desorden sin que ninguna conciencia de orden la retenga". A diferencia de Oliveira que fue en busca tanto de un orden como del centro de la vida, aunque admitía que siempre aludió al centro sin saber lo que decía. A su vez, reconocía que el desorden de la Maga, era "un orden misterioso, esa bohemia del cuerpo y el alma que le abre de par en par las verdaderas puertas".
Cada uno afrontó a su manera los "ríos metafísicos" que se les presentaban. Oliveira veía que la Maga los nadaba, "como esa golondrina está nadando en el aire, girando alucinada en torno al campanario, dejándose caer para levantarse mejor con el impulso". Él no podía hacerlo y lo asumía: "Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada". Oliveira buscaba a estos "ríos metafísicos" y logró encontrarlos, pero los miraba desde el puente cuando la Maga los nadaba, sin saberlo, "igualita a la golondrina". Son dos miradas distintas ante la vida. No son las únicas, tal como lo escribió Alejandra Pizarnik, ya que hasta "una mirada desde la alcantarilla/ puede ser una visión del mundo".
La especulación filosófica de Oliveira no pudo entablar un diálogo con la espontaneidad y la frescura de la Maga. Ella siempre se zambulló en esos ríos sin pensarlo, salía y entraba las veces que quería. Una distancia considerable los separaba. Oliveira sentía que entre ellos crecía "un cañaveral de palabras". Ante estas diferencias, se recriminaba por fingir entregarse "a una vida profunda de la que sólo tocaba el agua terrible con la punta del pie".
Entonces, al vivir junto al desparpajo de la Maga, le brotaba un anhelo "de que llueva aquí dentro, de que por fin empiece a llover, a oler a tierra, a cosas vivas, sí, por fin a cosas vivas". Así le pidió: "Dejate caer, golondrina, con esas filosas tijeras que recortan el cielo de Saint-Germain-des-Prés, arrancá estos ojos que miran sin ver". Y sin que lo detenga su obstinada racionalidad, llegó a exclamarle a la Maga: "Ah, dejame entrar, dejame ver algún día como ven tus ojos".
Pero Oliveira iba pendularmente de lo suyo a lo de la Maga y volvía a lo propio. En sus brazos, pensaba que tanto "sentido tiene hacer un muñequito con miga de pan como escribir la novela que nunca escribiré", pero al rato retornaba a sus "categorías tranquilizadoras: muñequito insignificante, novela trascendente".
Los del Club de la Serpiente, compenetrados en sus charlas filosóficas, aceptaron a la Maga "como una presencia inevitable y natural", pero se irritaban por tener que explicarle todo. Cuando ella oía sobre inmanencia y trascendencia, abría sus "ojos preciosos que le cortaban la metafísica a Gregorovius". Pero solo Oliveira se dio cuenta que la Maga "se asomaba a cada rato a esas grandes terrazas sin tiempo que todos ellos buscaban dialécticamente".
A estas miradas, vale la pena añadirle otra distinta, la de Julio Cortázar. El escritor Carlos Fuentes supo captarla en su cabal dimensión. El primer contacto en persona entre ellos fue en el año 1960, cuando lo visitó en París, en donde Cortázar vivía en ese entonces con Aurora Bernárdez. Ni bien lo tuvo enfrente, se encontró con "una mirada verde, inocente, de ojos infinitamente largos". Al ir conociéndolo, vio en Cortázar a un latinoamericano en Europa que lo sabía todo, incluso más que los europeos. Pero consideraba que él iba más allá de la racionalidad, pues entendía que la realidad "estaba también en el otro rostro de las cosas", era "mítica" (en La Nación, 2000).
En las caminatas que hacían por el Barrio Latino, contó Fuentes, Cortázar "adoraba lo que enseñaba a mirar, lo que le auxiliara a llenar los pozos claros de esa mirada de gato sagrado". Sus ojos miraban "el vasto universo latente y sus pacientes tesoros, la contigüidad de los seres". Cuando existe este deseo de enriquecerse, resulta indispensable tener como Cortázar, con palabras de Fuentes, una "mirada inocente en espera del regalo visual incomparable".
Aquellas miradas que nacieron en "Rayuela" y la del propio Cortázar, no agotan el amplio abanico existente, que van desde las que perciben sutilezas y matices con asombro, hasta las cortas e indiferentes que pauperizan la vida y, además, ahora están confundidas entre lo virtual y real. Será cuestión de saber elegir cuál tomamos como referencia. La de Julio Cortázar, sin lugar a dudas, es un "diapasón" espiritual, para afinar nuestra mirada y entonar la atención hacia lo valioso de la cotidianeidad.