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¿Por qué escribís?

Cinco razones y una pared

Cinco razones y una paredCinco razones y una pared

Viernes 27.6.2025
 23:33
Rodrigo Agostini
Rodrigo Agostini

El otro día regresaba a casa caminando. El cielo comenzaba a apagarse con esa lentitud ceremoniosa que solo tienen los días largos de otoño. El aire, espeso y dorado, parecía sostener los pensamientos con una densidad particular, como si todo -el cuerpo, las ideas, la sombra propia- caminara con una pausa más profunda. Las hojas caídas crujían como una música vieja bajo mis pasos, y por primera vez en semanas no tenía apuro.

Fue entonces cuando me choqué con una pared. No una de ladrillos. Tampoco una metáfora liviana. No era una pared de esas que uno se imagina. Era una presencia densa, cargada, casi física. Mi maestra de Literatura del secundario estaba ahí, de pie, como si no hubieran pasado los años, como si todo el tiempo transcurrido entre mi adolescencia y mi adultez no hubiera sido más que una pausa entre dos clases. Llevaba el mismo abrigo largo de entonces, el mismo gesto medio irónico, medio maternal. Había en sus ojos un brillo inquisidor. Un brillo de esos que uno recuerda por décadas. Y como si me hubiera estado esperando, sin saludarme siquiera, me disparó directo:

- ¿Así que ahora escribís?

La pregunta no era una simple pregunta. Era una flecha disfrazada de curiosidad. No hubo pausa.

- ¿Por qué escribís? ¿Sos arquitecto, no? ¿Y los arquitectos diseñan, no es cierto? ¿Qué hacen escribiendo? ¿Cuentos? ¿Literatura?

Su tono no era hostil, pero sí inquietante. Su voz tenía esa textura que tienen las voces cuando contienen más significados que palabras. Era una voz que no pedía respuestas rápidas. Era una voz que exigía algo más hondo. Y, sin embargo, mi cuerpo quedó inmóvil. Las palabras que habitualmente se me enredaban solas en la boca, se habían escondido. Se hizo un silencio. Uno espeso. Un silencio silencioso, como si se hubiera cerrado el telón de una obra sin aviso previo.Pero algo en mí se encendió. Un impulso, un volcán dormido, un gesto de necesidad más que de voluntad. Y de golpe, escupí una respuesta.

- Tengo cinco razones (le dije)

No sé por qué dije eso. En realidad, no estaba seguro de tener siquiera una razón clara. Pero en ese instante, cinco me parecieron exactas. Quizás no por cantidad, sino por forma. Por fuerza. Por necesidad de organizar lo que sentía.

- La primera razón (le dije) es porque mi alma tiene algo que contar.

Ella me miró sin decir palabra. Y entonces me animé a continuar.

- No sé cómo explicarlo, pero a veces uno camina por la vida sintiendo que lleva dentro una historia que no ha sido escrita. Una historia que no tiene argumento, ni personajes, ni trama... pero que existe. Es como un rumor del alma, una insistencia. No se trata de experiencias extraordinarias, sino de una densidad interior. Como si algo, muy dentro, golpeara las paredes de mi pecho para que lo deje salir. Y no hay planos para eso. No hay croquis. Hay palabras. El alma necesita contarse. Es su manera de recordarse viva. Escribir, para mí, no es una práctica; es una especie de acto de supervivencia interior. De autoescucha. De conversación con lo que no sabría decir si no escribiera. Porque si no lo escribo, se me olvida. Y si se me olvida, lo pierdo. Y si lo pierdo, no soy el mismo.

Ella seguía callada. Pero ya no tan rígida.

- La segunda razón es que las palabras brotan a borbotones. A veces me levanto con frases enteras en la cabeza. Como si alguien me las hubiera susurrado mientras dormía. No siempre sé qué significan, ni qué quieren decir. Pero sé que necesitan ser escritas. Otras veces aparecen en medio de una conversación, de una caminata, de un silencio. Brotan. No como flores: como lava. Y me queman si no las dejo salir. Hay quien escribe para construir. Yo a veces escribo para vaciarme. Porque si no lo hago, algo en mí se estanca. Las palabras tienen vida propia, y si no las libero, se convierten en peso.

Ella asintió levemente, como quien empieza a comprender un idioma antiguo.

- La tercera razón es que no hace falta ser profesor de literatura para escribir. No tengo títulos en letras (le dije), pero tengo historias. Y heridas. Y memorias. Y preguntas. No necesito permiso para usar la palabra. Porque escribir no es una concesión académica, es una pulsión humana. Todos tenemos algo para decir. Todos. Incluso el que no habla. Incluso el que cree que no sabe. Porque la vida es una acumulación de relatos no dichos. Y si no los contamos, se pierden. No escribo para parecer culto. Escribo para no olvidarme de lo que me importa.

Vi en sus ojos un destello de ternura. No era todavía una sonrisa, pero sí una rendija abierta.

- La cuarta razón es que todos miramos distinto. Y escribir es compartir esa mirada. Mi mirada. No la mejor, no la más lúcida. La mía. La que se construyó con años, con duelos, con asombros. La realidad no es una: es muchas superpuestas. Es como el cubismo de Picasso: ninguna parte alcanza sola, pero juntas forman el todo. Escribir es ofrecer mi ángulo. Mi fragmento. Porque si juntamos suficientes fragmentos, quizás - solo quizás - podamos reconstruir algo más amplio. Algo más verdadero. García Márquez lo dijo: todos tenemos algo que decir, y si no lo decimos, el mundo se queda sin esa pieza.

Ella bajó un poco la cabeza. Tal vez recordó algo. Tal vez sintió algo.

- Y la quinta razón, la más simple, la más contundente… es porque quiero. Porque escribir me da alegría. Me alivia. Me conecta conmigo. Porque no necesito ser nadie para escribir. No tengo que ser licenciado, ni poeta, ni escritor reconocido. Tengo que ser yo. Y querer. Porque la palabra escrita también es un derecho. Y la voluntad de decir es suficiente para justificar todo acto de escritura. Lo dijo también García Márquez, en otra forma: la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la cuenta. Yo quiero contar la mía. A mi modo. Sin pedir disculpas.

Entonces sucedió algo. La pared se desarmó. No con un estruendo. No como en los dibujos animados. Se desarmó como lo hacen los muros interiores: en silencio. La estructura invisible que nos separaba -la duda, la distancia, la sospecha- se volvió polvo. Ella me miró. Me sonrió. Y sin decir nada más, desapareció. No caminó. No se dio vuelta. Simplemente, dejó de estar.

Yo seguí caminando. El mismo camino. Pero distinto. Ahora sin paredes.

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