Hace mucho tiempo. Pero mucho, en serio. Tanto que algunas casas ya no están, y algunas preguntas ya no necesitan respuesta. Venía caminando por la vereda de tierra, con el guardapolvo gris de la escuela industrial manchado de grafito y tizas. En mi mochila llevaba reglas T, compases, papel vegetal… y en mi cabeza, teorías. Kandinsky, Goethe, la Gestalt.
Habíamos pasado toda la semana estudiando el equilibrio del color, las armonías, los contrastes. Yo me sentía importante. Casi un técnico del buen gusto.
Y entonces lo vi. Mi abuelo. Frente a su casa, brocha en mano, pintando el muro exterior de verde. Un verde chillón. Casi fluorescente. Y la puerta… azul. Un azul frío, seco, que no "combinaba". Recuerdo haberme detenido unos segundos antes de saludarlo. "Qué ridículo", pensé. "Qué mal gusto tiene el abuelo".
Pero fui, claro. Me acerqué. Y él me recibió como siempre: con esa mezcla de sonrisa pícara y una mirada que parecía decir te estaba esperando.
- Claro… (respondí, aunque por dentro ya había empezado a juzgar todo)
Intenté explicarle la teoría del color. Le hablé del círculo cromático, de los complementarios, de las proporciones. Él me escuchó con una paciencia que hoy envidio. Y cuando terminé mi pequeña cátedra, solo señaló:
- Bueno, pasame la brocha.
Al día siguiente, cuando volví, había pintado unos bancos de madera, hechos con retazos de cajones de manzana, de rojo. Un rojo bien fuerte, casi como sangre nueva. Y también había pintado las puertas interiores de la casa de distintos colores: una amarilla, otra violeta, otra naranja. Un carnaval. Yo no entendía. O no quería entender.
¿De dónde sacaba tantos colores raros? ¿Y por qué los combinaba así? Nos sentamos a tomar mates y comer tortas fritas, como siempre. Y entre charla y silencio, le pregunté:
- Abuelo… ¿de dónde sacás tantas pinturas?
- Me las regalan los vecinos -respondió-, la gente que me aprecia. A veces les sobran, a veces se acuerdan de mí.
- ¿Y por qué pintás así, todos los colores mezclados?
Y ahí me lo dijo. Sin mirar siquiera. Como quien dice algo que sabe que un día va a entenderse.
- Porque los colores tienen el color con el amor que los quiera ver.
No supe qué decir. Callé. Pasaron muchos veranos y muchos inviernos. Y hoy, que él ya no está, que la casa fue vendida y pintada de beige, entiendo. Los colores eran ofrendas. Cada puerta, un gesto. Cada banco, un abrazo pintado con lo que otros descartaban. No se trataba de armonía cromática. Se trataba de hospitalidad.
Mi abuelo no pintaba para que quedara "lindo". Pintaba con gratitud. Pintaba como quien cose lo que tiene y lo vuelve abrigo. Y yo, que fui tan joven y tan seguro, tardé años en ver lo evidente: esa casa era la más bella del mundo.
Porque había sido pintada con amor.