Cada vez resulta más difícil hablar de fútbol amateur sin que la palabra "violencia" aparezca en el medio. Lo que debería ser una fiesta de barrio, un ritual de fin de semana, una escuela de valores y comunidad, termina convertido —con alarmante frecuencia— en una sucesión de insultos, agresiones físicas, amenazas y suspensiones.
El episodio vivido por el árbitro Leandro Zarza no es un caso aislado. Tampoco el escándalo en el fútbol femenino sub 16. Son síntomas de un deterioro generalizado, donde el deporte es apenas la excusa para que afloren frustraciones, ira acumulada y, muchas veces, la falta de educación y contención.
El problema excede a los clubes, a las ligas y a los árbitros. Es cultural. El árbitro, convertido en blanco, tiene que tomar decisiones bajo presión, rodeado de insultos y expuesto al golpe por la espalda. ¿Quién lo cuida? ¿Quién lo respalda?
La Liga Santafesina —como tantas otras— lidia cada fin de semana con un mapa de conflictos latentes. Y aunque se aplican sanciones, el problema no disminuye. ¿Qué más tiene que pasar? ¿Un árbitro internado? ¿Una tragedia?
Tal vez sea momento de repensar la formación deportiva desde una perspectiva integral. Incluir talleres de convivencia, exigir controles más firmes en las canchas, limitar el ingreso de padres agresivos, y promover campañas reales —no sólo carteles— de respeto y juego limpio.
El fútbol es pasión. Pero cuando esa pasión se transforma en agresión, lo que se pierde no es sólo un partido: se pierde el sentido mismo del deporte.