"Moldeamos nuestros edificios, y luego ellos nos moldean a nosotros" - Winston Churchill (1943)

"Moldeamos nuestros edificios, y luego ellos nos moldean a nosotros" - Winston Churchill (1943)
No hay inocencia en el espacio. Desde el instante en que cruzamos un umbral, nuestra mente ya ha hecho un juicio: si hay peligro o refugio, si hay horizonte o encierro, si la luz nos acompaña o nos delata. No se trata solo de una intuición poética, aunque lo sea. Es la confirmación, cada vez más precisa, de lo que la neurociencia y la arquitectura están empezando a pensar juntas: que el entorno edificado no es un escenario neutro, sino una extensión activa de nuestro cuerpo, nuestras emociones y nuestras decisiones.
Durante siglos, la arquitectura ha sido una respuesta a la materia, al clima, a las técnicas y a las necesidades humanas. Pero en los últimos años ha surgido una pregunta más radical: ¿Cómo nos afecta lo que proyectamos? ¿Qué hace un espacio con nuestra atención, con nuestra ansiedad, con nuestros recuerdos? Así nació la neuroarquitectura, no como una moda, sino como una convergencia de disciplinas que buscan comprender -y honrar- el impacto del espacio en la experiencia humana.
En plena Segunda Guerra Mundial, el premier británico Winston Churchill pronunció una frase que hoy parece anticipar esta conversación: "We shape our buildings, and afterwards our buildings shape us". Es decir: "Moldeamos nuestros edificios, y luego ellos nos moldean a nosotros". Lo decía para defender la reconstrucción del Parlamento de su país tal como era antes del bombardeo. El argumento no era sentimental: sostenía que el diseño del recinto había condicionado, con sus proporciones, su disposición y su atmósfera, la forma de hacer política en el Reino Unido.
Si una sala puede moldear el carácter de una nación,… ¿qué no hará con una familia, con un aula, con un hospital? Lo que antes era intuición hoy es evidencia. Las investigaciones de la Academy of Neuroscience for Architecture (ANFA), fundada en 2003, San Diego, California y los estudios de John Eberhard, Colin Ellard o Sarah Williams Goldhagen han empezado a trazar mapas cerebrales que muestran cómo ciertos entornos activan el sistema límbico, modulan la producción de cortisol o aumentan los niveles de dopamina.
El diseño no es solo funcionalidad: es estímulo, lenguaje, entorno emocional. Los hallazgos son tan fascinantes como urgentes. Sabemos, por ejemplo, que el hipocampo -clave en la memoria y la orientación- responde mejor a los entornos complejos pero legibles, donde la navegación espacial no es lineal pero sí intuitiva. Sabemos que el córtex prefrontal, involucrado en la toma de decisiones y la autorregulación emocional, se activa más eficientemente en espacios que permiten el control sensorial: iluminación natural, acceso visual al exterior, materiales cálidos.
Sabemos que la frecuencia cardíaca y la presión arterial disminuyen en presencia de elementos naturales, lo que ha dado lugar a teorías como la biofilia, que rescata nuestra necesidad ancestral de conexión con lo vivo. Nada de esto significa que haya fórmulas infalibles. La arquitectura no debe convertirse en una suma de estímulos optimizados ni en una receta cerebral. Pero sí significa que proyectar sin considerar el cuerpo y la mente del habitante es ya una forma de negligencia.
Una ventana mal ubicada no solo pierde una vista: puede aumentar el estrés. Un aula con reverberación sonora no solo incomoda: entorpece el aprendizaje. Un hospital sin acceso visual al cielo no solo desorienta: puede afectar el proceso de recuperación. El arquitecto no necesita convertirse en neurocientífico. Pero sí necesita saber que su trazo tiene consecuencias invisibles. Como un músico que ignora la armonía y sin embargo quiere componer una sinfonía. Lo que está en juego no es la espectacularidad de una obra, sino su capacidad de resonar en la fisiología íntima del usuario.
Algunos proyectos recientes lo han comprendido sin alardes. Renzo Piano, por ejemplo, en su propuesta para el Children's Surgical Hospital en Entebbe, Uganda, diseñó un edificio donde la sombra, el color, la vegetación y la escala son tratados como parte esencial del proceso de cuidado. No se trata de humanizar la técnica, sino de recordar que toda técnica debe ya ser humana. Jeanne Gang, en sus diseños escolares, ha insistido en la apertura visual, la porosidad de los límites, la integración con el paisaje urbano: la escuela como red, no como celda.
Los Maggie's Centre, una red de centros oncológicos dispersos por el Reino Unido, son ejemplos paradigmáticos. Cada uno fue proyectado por un arquitecto distinto (Zaha Hadid y Norman Foster, entre otros), pero todos comparten una misma premisa: ofrecer un entorno de contención emocional, estéticamente cuidado y funcionalmente terapéutico, sin caer en la estética hospitalaria. Allí, el diseño no es espectáculo, sino gesto. Un techo que abraza, una curva que acompaña, una transparencia que consuela. No curan el cáncer, pero ofrecen dignidad a quienes lo atraviesan. Y eso también es sanación.
La neuroarquitectura ha encontrado eco no solo en la salud, sino también en la educación, en la vivienda y en el urbanismo. En muchas escuelas escandinavas, por ejemplo, el aula ya no es una caja. Se privilegia la luz cenital, los espacios flexibles, la presencia de madera y de naturaleza. Lo que se busca no es solo enseñar mejor, sino permitir que el cuerpo del niño esté en condiciones de aprender. No hay aprendizaje posible sin bienestar sensorial.
En el campo residencial, las investigaciones han confirmado que la exposición prolongada a estímulos visuales caóticos —colores estridentes, iluminación agresiva, desorden espacial— afecta el descanso, la concentración y el estado de ánimo. El hogar, tan cargado de simbolismos culturales, necesita ahora pensarse también como entorno neurocompatible. Ni cápsula estéril ni escenografía del confort: lugar donde el cuerpo y la mente se reencuentren.
Incluso el espacio urbano empieza a hablar este lenguaje. Algunos proyectos piloto en ciudades como Copenhague o Melbourne incorporan principios de neurodiseño en la escala pública: bancos orientados a la luz, recorridos peatonales con estímulos vegetales, transiciones sensoriales entre calle y vivienda. Se empieza a comprender que una ciudad caminable no solo es ecológica: es saludable en un sentido mental. Menos ansiedad, menos ruido, más previsibilidad, más humanidad.
Claro que todo esto conlleva desafíos. El primero es epistemológico: ¿Cómo traducir los hallazgos neurológicos al lenguaje del proyecto, sin reducirlo a eslóganes o fórmulas? El segundo es político: ¿Cómo evitar que el discurso del bienestar sea apropiado por un marketing vacío, donde "neuro" se vuelve etiqueta y no ética? El tercero es social: ¿Cómo hacer que estas premisas no queden reservadas a elites, sino que lleguen a la vivienda social, al hospital público, a la escuela rural?
La neuroarquitectura no viene a dictar estilos ni modas. Viene a recordarnos que la arquitectura, cuando es verdadera, nunca fue indiferente al cuerpo. Que la belleza puede ser también una forma de cuidado. Que el confort no es comodidad superficial, sino armonía fisiológica. Que proyectar es, en el fondo, una forma de hospitalidad. Cuando diseñamos, no dibujamos solo volúmenes. Dibujamos relaciones, atmósferas, memorias. Un pasillo puede ser un túnel o una espera. Un patio puede ser una frontera o una promesa. Una escalera puede ser una amenaza o una invitación. En ese mínimo margen, en ese umbral casi imperceptible, se juega el verdadero acto proyectual.
La arquitectura no es una prótesis para el habitar. Es una conversación permanente entre lo que somos y lo que el mundo nos permite ser. Cada línea que trazamos deja una marca, no solo en el plano sino en el cuerpo de quien lo recorre. Cada decisión -una ventana, una puerta, una sombra- es una promesa: de calma o de hostilidad, de apertura o de encierro. El espacio, aunque no tenga voz, piensa. Y si lo pensamos bien, puede incluso ayudarnos a vivir mejor. Quizás el gran gesto del arquitecto contemporáneo no sea inventar nuevas formas, sino aprender a escuchar. Escuchar la piel, la memoria, el ritmo de la respiración. Escuchar lo que el espacio dice cuando nadie habla.
En tiempos de exceso formal y urgencias digitales, diseñar con atención a la mente y al cuerpo puede ser el acto más revolucionario. Una arquitectura que no grita, sino que cuida. Que no deslumbra, pero transforma. Porque si es cierto -como recordaba Churchill- que primero damos forma a los edificios y luego ellos nos devuelven su forma, entonces debemos elegir con sumo cuidado qué formas darles. Porque cada obra es, en definitiva, una forma de declarar cómo entendemos la vida. Y proyectar es también elegir qué mundo queremos habitar.




